Hace 25 años el país no vivía una jornada de protestas de la magnitud y la radicalidad que se ha visto en las últimas dos semanas y que se ha convertido en una prueba ácida para el Gobierno. El paro tiene su lado bueno, su lado malo y un lado feo.Que la protesta social resurja en el país es positivo porque demuestra que el miedo apabullante en el que hemos vivido las últimas dos décadas empieza a ceder terreno. Los campesinos se aguantaron callados la quiebra que les dejó la apertura económica y un sistema agrario desigual, porque el que asomaba la cabeza a protestar era eliminado, amenazado o desplazado. Las cifras demuestran que el de los campesinos fue el sector que más sufrió con el exterminio de líderes. Y en ese sentido el paro es una muestra de que algo está cambiando.También hay que rescatar que el paro le dio, a punta de cacerolas, un principio de realidad al gobierno de Santos. El presidente pasó del menosprecio de la protesta a reconocer sus causas legítimas y, sobre todo, a admitir que hay una crisis profunda que requiere soluciones profundas. La fórmula de repartir subsidios para apagar incendios parece agotada. El paro también les sacó a los colombianos un valor refundido: la solidaridad. Especialmente, logró sintonizar a la gente de las ciudades con los campesinos, algo novedoso en un país donde la brecha entre lo urbano y lo rural es tan fuerte. Aunque se critique por esnobistas a los citadinos que se pusieron la ruana, esos son pequeños gestos simbólicos que en algo ayudan a cohesionar la sociedad. Claro que el paro tiene mucho de malo. Demostró que hay una insatisfacción generalizada y no hay un proyecto político o social que canalice ese sentimiento. Los saqueos, incendios y enfrentamientos callejeros me hicieron recordar el caracazo de Venezuela en 1989, que expresó el desencanto de ese país con los partidos y la clase dirigente, y que vino a ser canalizado años después por un caudillo llamado Chávez. También resultó muy malo el desempeño del ESMAD, que alentó la violencia en muchos lugares pateando a jóvenes, disparando y metiéndose en las casas. De igual manera un sector lumpen de manifestantes se salió con la suya al sabotear la protesta pacífica, quién sabe si por simple instinto. El paro, en últimas, nos revela lo difícil que será construir la paz social en este país. Lo feo del paro es ese sabor agridulce que deja respecto a las conversaciones de La Habana. Que todo terminara esta semana con la declaración de Santos de que las FARC están infiltradas en la protesta social (¡qué novedad!), es repetir la fórmula del estigma que se aplicó en el Catatumbo y que resultó estéril. De nuevo, Santos no se decide a reconocerles legitimidad a sus propios ciudadanos y, al estilo de Uribe, los trata como si fueran idiotas útiles de los grupos armados. Ahora, si hay pruebas de que las FARC alentaron la violencia en algunas marchas, estas deben darle una explicación al país desde La Habana. ¿Es esa su idea de hacer política sin armas? Sería lamentable que Santos tuviera razón. Las guerrillas les han hecho un daño enorme a los movimientos sociales a lo largo del conflicto. Su presencia en ellos ha sido oportunista y reaccionaria. Ya es hora de que los dejen en paz.