Recientemente, una persona muy cercana con quien suelo intercambiar puntos de vista de temas densos me dijo: “A riesgo de que me tilden de derecha, creo que lo esencial es la seguridad y la justicia”. Encontré eso interesante, porque esta persona suele tratar y pactar en el día a día con empresarios, ejecutivos corporativos y las más encumbradas autoridades desde el río Grande hasta la Patagonia, y nunca tuvieron mucha influencia en él los preceptos más conservadores y tradicionales del establecimiento.
En su argumentación preservaba una alta sensibilidad social, en la que la falta de movilidad y de cambio como fuerzas de transformación de las sociedades hacia mayores niveles de bienestar apoyaban su crítica y su preocupación ante la desigualdad que hay en toda la región. Asentí a lo que me decía. Le indiqué que yo creía que era un error común pensar que seguridad y justicia eran principios y valores de las clases altas. Le expliqué que para mí eran factores que anhelan y necesitan tanto las familias de clase media como los sectores más vulnerables.
Cuando hay inseguridad, se encuentran amenazados tanto la propiedad privada como el trabajo asalariado, y, por ende, el capitalismo, los medios de producción y la división del trabajo no generan los frutos esperados al ritmo y nivel deseado. Exactamente eso mismo pasa dentro de las empresas. En todas las organizaciones. Es casi imposible encontrar un profesional o trabajador que se haya desarrollado en el mundo corporativo que no encuentre como esencial que el orden, la seguridad y la justicia son pilares inherentes y principales del desarrollo y el progreso.
En la vida corporativa, los procesos y la formalización de rutinas junto con el desarrollo de hábitos generan las competencias que forjan los resultados. Pero no hay forma de fortalecer la seguridad, ni de imponerla o de garantizarla sin justicia. Cuando se habla de figuras de impunidad del 95 por ciento o más, la seguridad tiende a ser un deseo más que una realidad, y resulta ser para cada individuo un factor de suerte, capacidad económica o aprensión y celo.
Luego, la mayor fragilidad institucional del Estado, la más crítica, y que avanza como la más significativa amenaza del capitalismo es la inoperancia e ineficiencia de la justicia. Sin justicia no hay capitalismo, no solo porque no se puede proteger la propiedad privada, los recursos públicos y el trabajo asalariado, sino porque sin contratos y la capacidad de hacerlos cumplir no hay intercambio fluido de bienes y servicios ni competencia o libertad económica.
La corrupción es una expresión que, generalizada, solo puede provenir de deplorables niveles de impunidad. La corrupción amenaza cualquier sentido de justicia y el concepto moderno de responsabilidad social. Estos elementos hay que refrescarlos y tenerlos muy presentes de cara al próximo debate electoral. Elementos en boga con los escándalos y revelaciones recientes de los Papeles de Pandora y de los testimonios de la soplona del escándalo de Facebook.
Sin justicia no hay ley, y sin ley es imposible defender y ampliar la libertad. Por eso, la reforma estructural que con más urgencia se requiere pasa por hacer una reingeniería y una transformación del Estado y su institucionalidad, haciendo posible y viable el cumplimiento de las leyes y el acceso a la reparación y justicia.
Recuperando la institucionalidad se consolida el orden y la libertad. El orden y la libertad visibilizan la existencia del Estado y suponen la primordial intervención de este, pero no la única. Es claro que se requieren más restricciones para generar prosperidad y bienestar general. En especial, restricciones a la captura del Estado de intereses particulares muy poderosos. Es decir, a la relación entre la política y las empresas sin que ello suponga eliminar la participación de las empresas en las causas sociales.
El bienestar que genera el Estado no puede verse solo bajo el prisma de qué tipos de beneficios monetarios puede ofrecer. En especial, de cara a la desigualdad, se requiere continuar fortaleciendo el acceso y prestación a servicios de salud y a generar acceso a educación pública de calidad, y ello significa educación y tecnología.
Mónica Martínez Bravo, ganadora del XX Premio de la Fundación Sabadell a la Investigación Económica, en su discurso recordaba el origen humilde de su familia y el de casi todas las familias de un país que como España a mitad del siglo XX era rural y pobre, tenía un ingreso por habitante más bajo que el de Sudáfrica y la mitad del de Argentina.
¿Cómo una persona como ella logró llegar a estudiar en el Massachusetts Institute of Technology? Según ella, a través de una educación pública de calidad, en la que el sistema motivaba a los estudiantes a buscar aprender, progresar y obtener reconocimientos por méritos. Pero, claro, eso no basta. Como ella misma señala, la desigualdad empieza cuando no se tiene igualdad de acceso a la información y cuando hay desconfianza en el sistema para quienes quieren tener ambiciones.