En columna de hace algunas semanas me referí a cómo el hacer una crítica al crecimiento económico fundamentada en los supuestos males (obesidad, contaminación, destrucción ambiental) padecidos por los países ‘desarrollados’, resultaba problemático de cara a la evidencia. Más allá de que los modelos y trayectorias de crecimiento de estos países no han sido homogéneos, sus resultados en los ámbitos referidos tienden a ser mucho mejores que los del país promedio. Aún más importante, la crítica queda trunca cuando no se ponen en la balanza los enormes beneficios que sus altos niveles de producción científica y tecnológica, por ejemplo, han generado a sus ciudadanos y a los del mundo entero.  No obstante, al margen de lo fáctico, la crítica a la que hacía alusión alimentó una inquietud más conceptual. ¿En qué medida al buscar ponerle apellidos al crecimiento (consciente, verde, responsable, pro-pobre), todos ellos loables y además frutos del desarrollo material e intelectual que el mismo ha habilitado, lo podríamos socavar? ¿Por qué la tendencia a declarar culpable al crecimiento a secas hasta que se pruebe su ‘inocencia’, y no lo contrario? El crecimiento económico es el invento más influyente de la especie humana. No es un fenómeno natural. Es artificial por excelencia; un ‘artificio’ del hombre. La capacidad de generar nuevas soluciones, aparentemente infinitas, con base en la manipulación y organización de ideas, insumos y factores, es exclusiva a nuestra especie. Pero aunque artificial, en su milenaria trayectoria el crecimiento ha sido fundamentalmente un proceso ‘espontáneo’, no consciente, ni dirigido, ni planificado. Lo más cercano a un ‘milagro’ que haya sucedido en la Tierra. El último siglo está plagado de tragedias inducidas por el afán de ‘sobredeterminar’ el crecimiento; por “la convicción de que la realidad humana se puede edificar como una obra de ingeniería”, como dice Vargas Llosa parafraseando a Hayek. Ese ‘constructivismo’, en su ansia de ‘racionalizar’ la producción y redistribuir la riqueza a rajatabla produjo, en sus acepciones soviética y maoísta, catástrofes humanitarias de dimensiones escalofriantes. Desde luego que hay versiones del ‘dirigismo’ mucho más moderadas, amables y exitosas, como pueden ser la francesa o las de algunos países asiáticos. Pero son exitosas porque han entendido que la esencia de la ‘salsa secreta’ del crecimiento es preservar un amplio grado de autonomía de la iniciativa individual que conduce mayoritariamente a equilibrios espontáneos deseables.    Es natural que a medida que avanzamos en la senda del desarrollo le queramos exigir más al crecimiento. Puede resultar admirable que un país que alcanzó la prosperidad impulsado por la producción petrolera como Noruega hoy renuncie a explotar nuevos yacimientos. ¿Pero sería esa la decisión adecuada para un productor y consumidor marginal de hidrocarburos de ingreso medio como Colombia? Es razonable exhortar a las empresas grandes a ir más allá de los requerimientos de ley en los frentes social y ambiental. ¿Deberíamos tener el mismo nivel de exigencia con las pequeñas o con las nuevas? Hay compañías maravillosas que resuelven problemas sociales y ambientales a la vez que generan rentabilidad. ¿Pero no bastará en los casos de muchas otras (¿la mayoría?) que generen empleo, riqueza e impuestos (necesidades sociales todas) operando dentro del marco de la ley, que es cada día más severo?  Que las buenas intenciones no nos conduzcan a la versión más perversa del crecimiento: el que es insuficientemente alto para sacar a millones de personas de la pobreza.