En los ochenta el cartel de Cali debió tener una epifanía: la intimidación sistémica es más poderosa y sutil que la violencia física. La paulatina pero sistemática infiltración de entidades públicas de supervisión y control fue su objetivo. Múltiples contralores generales han pagado cárcel por sus vínculos con el cartel, pero el problema de fondo nunca se hizo claro ni se ha combatido. Aunque la evidencia es abundante, aún nadie ha dado prioridad a depurar los entes de control y el sistema judicial. Difícil algo más urgente y necesario. La evidencia abunda, desde funcionarios corruptos en extinción de dominio, Policía Fiscal y Aduanera, Dian, hasta magistrados que a pesar de toda la evidencia siguen campantes usufructuando sus fortunas.

Los últimos días deberían refrescarnos la memoria. Iván Moreno pasa a casa por cárcel porque cumplió tres quintas partes de su corta condena. La Justicia no encontró, o tal vez ni siquiera se preguntó, qué otros vínculos tenía el exsenador con el cartel de corrupción que azotó Bogotá. El escándalo del TransMilenio por la 26 no era nada comparado con la corrupción del sector salud, el feudo de lo peor de la política, donde el exministro de Salud y exsenador fue tan poderoso. La sistémica corrupción que se engendra en el régimen subsidiado y en los hospitales públicos es una de las principales responsables de la tragedia que viven hoy día Leticia y Cartagena, dos ciudades que no tienen cómo atender a su gente en medio de la pandemia. Los sobreprecios en la compra de medicamentos; la sobrefacturación en las concesiones en los servicios de imágenes diagnósticas; los excesos en los costos de los servicios de aseo, vigilancia y seguridad; los sobreprecios en la construcción de los hospitales con insumos de mala calidad, y los desfalcos en sus tesorerías, donde a la gente incauta la obligaban a pagar en efectivo, eran los vicios de aquel entonces, que como de costumbre quedaron todos impunes. El crimen paga y todos esos patrimonios mal habidos no son investigados y mucho menos sujetos a extinción de dominio.

La familia Ambuila también quedó en libertad. El sistema judicial no pudo, o no quiso, adelantar, en los tiempos de ley, el caso de enriquecimiento ilícito o lavado de activos más evidente del que tengamos conocimiento. Ambuila era el jefe del Grupo de Carga de la Dian en Buenaventura, ni más ni menos que la persona encargada de vigilar la entrada de mercancías al país. Gracias a sus servicios, el contrabando y el lavado someten a los empresarios nacionales honestos a la más desigual competencia. Ambuila no debía tener más que lo que dejen 5 o 6 millones de pesos mensuales, y de forma milagrosa se volvió multimillonario y las sociedades portuarias lo hicieron su socio. A la Justicia no le sirvió que las redes sociales hicieran evidentes la ostentación de su hija con carros de 2.000 millones de pesos y ropa, y carteras por más de 1.000 millones. El aumento patrimonial los ubica en el 0,01 por ciento más rico de Colombia, pero al sistema judicial no le sirve nada de esto. ¿Quiénes y cómo les pagaron semejante fortuna? ¿A cambio de qué tuvieron tantos lujos? ¿Cuánto recibían los otros funcionarios y quiénes son los capos que controlan este vital puerto? Oscuridad que también cobija por estas fechas otro triste aniversario: el asesinato de Celia Escobar Flórez, directora de Fiscalización de la Dian. Sus investigaciones por evasión de impuestos; esquemas fraudulentos de devolución de IVA a partir de exportaciones de chatarra; producción de bienes agrícolas exentos de IVA; exportaciones piscícolas inexistentes o sobrefacturadas; gastos injustificados e ingresos omitidos en hospitales y universidades; manipulación de la contabilidad de empresas de gas, entre otras tantas, le costaron la vida. El Tiempo anunció, con bombos y platillos, que el “cerebro” del crimen había sido condenado. Pero si bien Losada Zabala fue protagonista –contactó a los sicarios, consiguió la moto, el arma y realizó el seguimiento detallado de la víctima–, claramente no fue el cerebro del asesinato de Celia, como no lo son muchos tildados como tales para encubrir a los verdaderos responsables intelectuales de estas muertes.

La ironía es que en Colombia hay quienes prefieren pagar para cegar vidas que contribuir a través de los impuestos a la construcción de un país digno. La avaricia de tener más dinero los lleva a gastarlo de la forma más macabra. Pero la impunidad es un servicio que también tiene precio y, por eso, es inevitable sentir que es imposible revelar los entramados legales e ilegales tras los que se esconden los autores intelectuales de los homicidios, vinculados a grandes fortunas y la lucha por el poder.