Un profesor hablaba hace algún tiempo en la Universidad de Leiden sobre el papel jugado por las castas en la construcción del Estado en India. El problema es que el Estado, como lo entienden los expertos, es una categoría moderna. Entonces, ¿se puede afirmar, sin ruborizarse, que las castas apoyaron la construcción del Estado? O, por el contrario, ¿son las castas las que impiden la formación de un Estado moderno y el Estado indio “trata de ser” a pesar de las castas? Sobre eso mismo de lo que debería ser un Estado, una mujer somalí decía para el periódico El País (de Madrid) “nunca he visto un gobierno en mi vida, sólo he visto jóvenes con armas y mucha destrucción. Imagino que un Estado es algo que te protege de las balas y de los bombazos”. Estado moderno significa derechos humanos, división de poderes, Estado de derecho, monopolio de la fuerza, sometimiento a una constitución y otras cosas parecidas. La India se precia de haber roto su yugo colonial sin derramamiento de sangre (de sangre inglesa porque india se derramó), de ser un centro de desarrollo informático y de otros avances, pero las promesas hechas en los años 1940 siguen pendientes de ser realizadas: no hay democracia, ni justicia social, ni vigencia alguna de los derechos humanos, en parte por la permanencia del sistema de castas. India tiene 13 satélites en órbita y 800 millones de personas con hambre. Pero India no es la excepción: miremos el caso de Israel, la mal llamada “única democracia del Medio Oriente” tiene dos clases de ciudadanías: la de los judíos y la del resto. Israel, usando su Ley de retorno, admite automáticamente como ciudadano a todo creyente judío que así lo pida y viaje a establecerse a la “tierra prometida”, pero no trata como ciudadanos una inmensa cantidad de palestinos nacidos y criados en esas mismas tierras. El caso de Pakistán es el del sueño imposible de crear un Estado que sea moderno y la vez musulmán, allí se juega la carta de la aparente democracia o del régimen confesional de manera arbitraria, según sirva para controlar la oposición. Varios países de corte musulmán, como es el caso de Malasia, intentan presentar un “Islam moderno” que ha terminado por generar una tensión entre la renuncia al islam o el regreso al islam totalitario. Vale decir aquí que uno de los problemas de nuestros días es no tener una visión sobre el Islam que sea medianamente seria; muchos de los que condenan el mundo musulmán, por ser confesional, defienden la religiosidad cristiana, no menos confesional. A pesar de sus diferencias históricas y del grado de implementación del dogma religioso a través del Estado (educación, festividades, simbologías, etc.) los estados religiosos, ya sean católicos, judío o musulmanes, comparten el hecho de ser corporativistas: el individuo se supedita al colectivo que es la iglesia o, en su nombre, al Estado. En estos contextos hay una fuerte regulación tanto de la vida pública como privada, ya sea de manera explícita medio de la ley o por medio de la valores religiosos socialmente asumidos; además de que el gobernante da cuentas a Dios, más que su pueblo que le eligió. Ese corporativismo no es lejano al que impone el nacionalismo. El nacionalismo es la elevación del concepto de nación a valor religioso, funcional a las guerras, a la sed de poder y a los autoritarismos. La crítica a la religión es contestada usualmente con la argumentación de que una práctica religiosa “deformada” no es parte de la religión sino la acción de unos descarriados, pero, como dice Olivier Roy, lo importante no es lo que realmente dice el Corán sino lo que la gente dice que dice el Corán. Un caso evidente pero poco mencionado es el del Vaticano. Allí, el jefe de Estado es el Papa y, por más que esté en el corazón de Europa, no hay elecciones libres. La Constitución del Vaticano designa, en su artículo primero, el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial en una sola persona: el Papa. Ya Marx decía que “el llamado Estado cristiano es la negación cristiana del Estado, pero en modo alguno la realización estatal del cristianismo”. Si un Estado es moderno, por definición, no puede ser cristiano. Esta es, en resumen, la base del debate español actual sobre las relaciones entre el Estado y la iglesia en campos como el derecho y la educación. No en vano Víctor Hugo llamaba a la iglesia “el partido clerical”. Volviendo a la India, no podríamos aceptar que las estructuras que niegan los principios del Estado moderno (las castas) sean precisamente su soporte. Si aceptamos que Estado moderno es cualquier clase de estructura de poder que organice a la sociedad, sería tan válida una administración feudal como esclavista o una democracia, siendo entonces la división de poderes o el Estado de derecho simples condimentos coyunturales. Podría decirse que no hay ningún Estado ciento por ciento democrático, por ejemplo por la ausencia de igualdad de género en todos los Estados del mundo (incluyendo Suecia), la existencia de facto de una segunda clase de ciudadanía para los inmigrantes en Europa o el engendro irresoluto de las “monarquías constitucionales” por más que éstas últimas de reduzcan a asuntos anecdóticos y decorativos. Pero el debate no es sólo si se ha llegado a la meta del Estado moderno sino las vías en que se busca su realización siendo, algunas de ellas, erróneas y por tanto incapaces de brindar democracia por más que se maquillen de tal. Sin duda la social democracia sueca, sin ser para nada perfecta, ofrece más posibilidades que el autoritarismo en Rusia. Pero la no realización plena del Estado en Suecia no justifica de ninguna manera la barbarie en Chechenia. Decir que en todo lado asesinan políticos y hay racismo (como la quema de mezquitas en Holanda que la prensa registró mínimamente) no permite equiparar Holanda con Ruanda. El Estado en India no puede ser moderno mientras acepte el sistema de castas, ni el israelí puede ser democrático mientras tenga un sistema de Apartheid, ni el nuevo “Irak” puede ser llamado moderno si acepta en sus leyes la discriminación de las mujeres. Ninguno de los tres casos, por más que avancen, logrará la meta de ser moderno sin rediseñar su estructura esencial de poder y su modelo de inclusión política y social. Otros creen y repiten que el Estado moderno es solo un discurso neocolonial occidental (confundiendo la geografía con la política) como si todo lo occidental fuera malo solo por su denominación de origen. Algunas de estas personas, abrazando a los postmodernos, repiten que al final todo vale, que existen varias verdades y varias “democracias” todas igual de válidas y que la cultura (donde cabe la religión y las castas) es la determinante válida. Sudán, por ejemplo, no es un Estado en crisis porque haya seguido los pasos de la modernidad sino porque lo ha hecho de manera caricaturesca, desde su comienzo, de la mano de una constitución que no fue escrita por los sudaneses sino redactada por unos pocos “expertos” en Londres, su acercamiento al Estado moderno ha sido más una máscara que una realidad. En Sudán no es el pensamiento moderno el que mata, sino las armas modernas. En medio de esta falta de realización de la modernidad, los posmodernos por un lado y la iglesia por el otro (si olvidar a la Nueva Era) se juntan en una nueva cruzada que busca una sola cosa (que ya advirtió Humberto Eco): el regreso a una nueva edad media. La última encíclica papal “Spe Salvi” de noviembre de 2007, es la negación del ciudadano moderno, del habitante de los Estados modernos y, por definición, laico. Dice el papa Ratzinger que incluso la democracia sería una mentira si ésta no se somete a la ley de Dios. Gracias a esta postura, hoy el Vaticano critica al gobierno español por aprobar el aborto, el matrimonio entre homosexuales y defender la educación laica, entre otras cosas. Al tiempo, la Francia de la República da un paso atrás y por boca de Sarkozy, dice que “no se puede imaginar una civilización sin raíces religiosas”. Mientras tanto, el mercado sigue llamando a las puertas del Estado para suprimirlo cuando éste no ha acabado de hacerse, dejando al Estado moderno, ahora liberalizado, en un estado lamentable, nunca mejor dicho, entre la vergüenza de no ser y la amenaza de desaparecer.