El cambio climático viene produciendo efectos extremos en una cuarta parte de los países del mundo. Las lluvias torrenciales, que desbordan ríos, producen sensibles pérdidas de vidas humanas, destruyen obras de infraestructura, golpean la producción agropecuaria y elevan el costo de la canasta familiar, no son exclusivas de los países del trópico.

En Estados Unidos y en algunas regiones de la Europa septentrional, los caudales también arrasan casas, bloquean la movilidad y desbordan la capacidad de los organismos acreditados para la atención y la prevención de desastres.

En contraste, en otras latitudes de los cinco continentes, la sequía y las olas de calor son signos de una emergencia creciente que pone en riesgo a millones de personas y deja en vilo su seguridad alimentaria.

En el caso colombiano, los efectos de esa expresión de desequilibrio ambiental se han visto enervados, simultáneamente, por el fenómeno de la Niña. Once departamentos han sufrido con especial rigor las consecuencias de la salida de cauce de los principales ríos y sus afluentes. Los deslizamientos de tierra que sepultan humildes viviendas, el desprendimiento de la banca en vías neurálgicas, la proliferación de enfermedades tropicales y respiratorias, y el bloqueo de rutas por donde fluyen los productos de campo, hacen parte de una triste antología que narran a diario los medios de comunicación.

Un problema de esta magnitud exige acciones multidimensionales y compromete al mundo entero. De ahí la importancia que revestirá este año la Conferencia de las Partes (COP27), es decir, la cumbre de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que se realizará en Egipto y que por estos días está en preparación en Alemania.

De los compromisos que atañen a nuestro país -que pese a los esfuerzos hechos se han visto rezagados en medio de las crisis recientes- se encuentra la necesidad de modificar, actualizar y potenciar instrumentos tales como La Ley 1931 de 2018, que establece las directrices para la gestión del cambio climático. La idea fundamental es garantizar que las políticas públicas asociadas a este fenómeno se reflejen en los Planes de Ordenamiento Territorial (POT), en los Esquemas de Ordenamiento Territorial (EOT) y en los Planes Básicos de Ordenamiento Territorial (PBOT). Como bien sabemos, todos ellos son formulados de acuerdo con el número de habitantes de cada entidad territorial.

No se trata, por supuesto, solo de disponer de mejores herramientas legales, sino también de los recursos suficientes para hacerlas valer. El próximo Plan Nacional de Desarrollo deberá contemplar esa realidad y atenderla con eficacia. Es un ejercicio que no puede estar limitado a consideraciones sobre la situación fiscal coyuntural porque, mientras la reactivación económica ha producido una destorcida que hace que la demanda contribuya a la inflación, el cambio climático tiene un efecto permanente que amenaza con hacerse irreversible. Por eso requerimos que las políticas propuestas tengan una real vocación de permanencia en el tiempo.

Un reciente informe preparado por la Dirección de Estudios Sectoriales de la Contraloría delegada para el Medio Ambiente no desconoce los avances obtenidos por el país en la gestión del cambio climático, pero advierte que todavía resultan incipientes. Y aboga por el fortalecimiento de los esquemas de coordinación intersectorial y entre niveles de gobierno.

Los departamentos, en particular, aprovecharon los espacios abiertos para los ajustes y actualizaciones de sus Planes de Desarrollo para incorporar en ellos Planes Integrales de Gestión del Cambio Climático Territoriales (PIGCCT). Lo hicieron, como es natural, aquellos que disponen de mayores recursos financieros y técnicos. La meta de que todos dispongan de esos instrumentos es una prioridad que se hace sinónimo de urgencia.

La clave está en la disposición de recursos. No de otra manera, podría exigírseles a las regiones el cumplimiento de la meta fijada por la administración central de lograr como mínimo la reducción del 20 por ciento de las emisiones de gases con efecto invernadero (GEI) para el año 2030. Tampoco podría reclamárseles que sus políticas de prevención y atención de desastres se pongan a tono con las amenazas crecientes.

El próximo Congreso y el nuevo gobierno no pueden pasar por alto esas realidades. No deben desconocer tampoco que el país debe seguir siendo un actor fundamental en los escenarios internacionales donde se conciertan las estrategias para enfrentar el cambio climático y los efectos extremos que hoy causan dolor, destrucción y efectos perversos en la economía mundial.