El traumático proceso para la elección del nuevo fiscal general de la nación, incluida una asonada al Palacio de Justicia promovida desde la Presidencia, terminó esta semana con la elección de Luz Adriana Camargo. Nadie podía interpretar mejor lo que todos sentimos con este nombramiento que el presidente Gustavo Petro cuando dijo: “Veremos si se atinó o no”.

Lo cierto es que hay que darle un compás de espera, pues una cosa es ser asistente de Iván Velásquez en la Cicig, en Guatemala, y otra cosa muy distinta, ser fiscal general de un país de 50 millones de colombianos, con una criminalidad desbordada y, ciertamente, con una corrupción sin sancionar de antes, pero que ahora al amparo de este Gobierno crece y crece todos los días.

La fiscal se juega su prestigio personal y su lugar en la historia. Hoy por hoy, ningún fiscal ha hecho una revolución en esa entidad, que tiene, primero, un gran amarre en la clase política y, segundo, una corrupción enquistada, que no se ha podido erradicar. No obstante, es una institución formidable y con presupuesto, que con mando y con independencia del poder político puede lograr una verdadera transformación en la lucha contra toda la delincuencia, incluida la de cuello blanco.

¿Que es una fiscal de bolsillo? Puede ser, pero la tendremos que juzgar por sus actos. Pero la verdad es que fiscales de bolsillo hemos tenido durante décadas. ¿Barbosa con Duque? Obvio, un funcionario de menor rango acaba de fiscal gracias a la gestión del presidente. Pasó sin pena ni gloria, pero dejó un precedente grave como el de convertirse en opositor público del presidente cuando, además, está juzgando a su hijo.

Pero ahí no paran los fiscales de bolsillo. Algunos con la hoja de vida apropiada –y hasta más– como Néstor Humberto Martínez; elegido en 2016, cumplió su función de tapar y tapar todo el escándalo de Odebrecht, que habría llevado a la cárcel a muchos funcionarios de altísimo rango del Gobierno del presidente Juan Manuel Santos. Además, ya había hecho la tarea antes con el ególatra Eduardo Montealegre, elegido en 2012, quien le hizo el trabajo sucio de perseguir a los funcionarios del Gobierno anterior, incluyendo al presidente Álvaro Uribe. Para nadie es un secreto cómo este fiscal de bolsillo hizo su trabajo para deslegitimar el Gobierno anterior, una de las prioridades del entonces presidente de Colombia.

El mismo Uribe tampoco se salva y quizás quien más se la jugó en este tema –que por cierto le salió mal– fue el ministro del Interior Sabas Pretelt de la Vega, quien promovió a su viceministro Mario Iguarán, elegido fiscal general en 2005. Pasó, igualmente, sin pena ni gloria por esa institución.

Podemos ir un poco atrás y vemos cómo en pleno escándalo del proceso 8.000, que había sido investigado con condenas a parlamentarios, contralores y procuradores por el entonces fiscal Alfonso Valdivieso, fue reemplazado en 1997 por otro gran jurista, Alfonso Gómez Méndez, quien no solo era un gran amigo del cuestionado presidente de entonces, Ernesto Samper, sino que tenían una cercana relación política.

En fin, el problema no es de las personas, es de las instituciones y de cómo estas funcionan en dos planos, el privado y el legal. Para nadie es un secreto la corrupción en la corte, que se destapó con el cartel de la toga y tenía una razón de ser, el intercambio de puestos y de burocracia entre esta institución con el Congreso y con la Fiscalía.

La conformación de las cortes y del Consejo de Estado en la Constitución del 91 las politizó, pues las hizo de cierta manera dependientes del Congreso y del Gobierno. Acabar con la cooptación con la que entre ellos mismos elegían los magistrados, lo que nos dio las mejores cortes de la historia, fue un error. Es hora de replantear el mecanismo de elección y volver a un sistema que las haga más impermeables a la presión política. Eso sí, con control como el de los ministros, en el que la moción de censura puede sacarlos del cargo. Una reforma pendiente.

También es necesario cambiar la forma de nominar y elegir fiscal general. Debe ser la corte o las cortes, de manera autónoma, quienes lo elijan, pues una vez elegido es independiente y puede actuar en consecuencia. Hoy, como hemos visto en la historia y en la última elección, el sistema está fracturado, no garantiza esa independencia en el origen y, por el contrario, compromete incluso hasta la seguridad de los magistrados.Por ahora tenemos una fiscal nueva que entra en medio de una tormenta política.

La entidad que preside debe culminar la investigación al hijo y a la mano derecha del presidente. Dos investigaciones que van a medir su independencia y credibilidad. Pocas veces un o una fiscal va a tener tal visibilidad, lo que tampoco es malo. Pero como decía mi mamá: “Por los hechos los conoceréis”. La fiscal Camargo, con sus decisiones y las decisiones de la entidad, nos mostrará de qué está hecha. Esperemos.