Como lo mostraron Stalin en la Unión Soviética en los años treinta, y Fidel Castro en Cuba en los setenta, cuando pasa la euforia revolucionaria y viene el descontento popular la manera más eficaz de contenerlo es el hambre. El control del hambre de la gente. Lo está haciendo hoy en Venezuela Nicolás Maduro, sin duda por consejo de sus innumerables asesores de los servicios secretos cubanos, a través del sistema de los Clap, modalidad local venezolana de las cartillas oficiales de racionamiento de Cuba o de la antigua URSS. Venezuela no padece una hambruna genocida, como la de las repúblicas soviéticas en los años terribles, y ni siquiera tan dura como la de los cubanos en “periodo especial”. Pero el truco es el mismo. Cuando la comida depende de la benevolencia del Gobierno, la resistencia de la gente se desvanece. Le sugerimos: El trancón de la línea No es cierto, como pretendía un eslogan optimista de un grupúsculo revolucionario colombiano, eso de que “un pueblo con hambre no vota, sino que se organiza y lucha”. Ni se organiza, ni lucha. Se va, si puede, como lo hicieron los pastores trashumantes kazajos de la URSS pasando con sus rebaños a los pastos de China y de Mongolia, o los balseros cubanos huyendo hacia Florida, o los venezolanos que cruzan a pie el Táchira para llegar a Colombia. Y los que se quedan se someten. Para Maduro no es necesario siquiera, como sí lo fue para Stalin o para Castro, obligar por la violencia a los campesinos productores a entregar los alimentos, pues en Venezuela prácticamente no hay campesinos productores: la comida se importa, y la importa el Gobierno, que después la distribuye como le conviene: entre sus leales, como es natural. Así los conserva, o los gana. Y si los otros se van, mejor: hay menos bocas que alimentar. No es cierto eso de que “un pueblo con hambre no vota, sino que se organiza y lucha”. Ni se organiza, ni lucha. Se va, si puede, como lo hicieron los pastores trashumantes kazajos de la URSS pasando con sus rebaños a los pastos de China y de Mongolia, o los balseros cubanos huyendo hacia Florida, o los venezolanos que cruzan a pie el Táchira para llegar a Colombia. Por eso la Venezuela chavista, cuyo pueblo pasa hambre, no solo importa armas de Rusia o de la China, sino sobre todo cosas de comer de los países capitalistas. Solo produce localmente el 20 por ciento de los alimentos que consume, e importa el 80 por ciento: hace 20 años, cuando había divisas de sobra para importar por cuenta de la alta produccion petrolera y de los altos precios del petróleo, solo importaba el 30 por ciento, y consumía mucho más que hoy (también es cierto que tenía 3 millones de habitantes más, que hoy han huido). Los países de origen de los alimentos importados son –desde la ruptura con Colombia– México, Canadá, Brasil y… los Estados Unidos. Y es ahí donde entran en acción los Clap: Comités Locales de Abastecimiento y Producción. Le recomendamos: Independencia grita… Lo de “Producción” es solo una licencia retórica, pues no la hay. En cambio sus funciones como organizaciones de base del Poder Popular Bolivariano incluyen la vigilancia de la población, conjuntamente con la Fuerza Armada y la Policía, para “mantener el orden público”. Los Clap importan, pues, los alimentos a través del Ministerio de Alimentación, que los adquiere al más favorable de los muchos dólares cambiarios que rigen en Venezuela. Los empacan en cajas de cartón (arroz, caraota, aceite, atún, harina de maíz para arepas, azúcar, leche, carne), y los distribuyen en los barrios y en los pueblos, casa por casa, con especial atención a las familias de los militares y casi exclusivo destino a los poseedores del carnet de la patria que garantiza su chavismo. Y esa es la gente –la mitad al menos de la gente venezolana– que no sale a las calles a protestar, sino a aplaudir al régimen. Son los pobres. Que siguen siendo pobres, pero por lo menos comen de sus cajas de cartón subvencionadas por la generosidad del gobierno bolivariano de Nicolás Maduro. Y lo agradecen. n