Hablar de Medellín sin ser paisa es casi un sacrilegio, sobre todo si se hace apartándose del discurso idílico que se ha ido asentando en el imaginario de la mayoría de los paisas alrededor de su cuidad desde que hace un año logró reducir el índice de homicidios al nivel más bajo en su historia. Ese ‘pecado’ lo cometió el periodista peruano autor del documental sobre Medellín que transmitió hace dos semanas el canal 4 de Londres, el que tanta indignación ha causado entre los paisas. Fue más allá de la propaganda y de las cifras y como sucede con los buenos reporteros, no solo no tragó entero sino que se dio a la tarea de indagar si esa recuperación de Medellín, de la cual tanto se habla, es producto más del deseo que de la realidad. Y por haber hecho su tarea de reportero, casi lo linchan. La indignación en las redes se manifestó de inmediato, pero curiosamente no cuestionaron al periodista porque hubiera faltado a la verdad sino porque se atrevió a mostrar en su documental a una Medellín que existe en la realidad pero que casi ningún paisa quiere ver. “El periodista no dice que la ciudad ha reducido en 30 por ciento el índice de homicidios, la más baja en la historia, que hemos construido parques, que tenemos un metro impecable” le oí decir en más de una ocasión a los indignados que salieron a protestar en las redes sociales en defensa de su ciudad. Yo confieso que toda esta reacción y esta indignación me parecen no solo exageradas sino forzadas. El documental es un trabajo muy bien hecho, bien sustentado, que muestra cómo a esa Medellín pujante que se siente fuera de peligro, la persigue otra Medellín mucho más real que aún está lejos de haber salido de la línea de peligro. La ciudad que el periodista mostró, en la que el poder extorsionador de los combos ha desplazado y cooptado a las autoridades no tiene mucho que ver con la tacita de plata de la que hoy con tanto orgullo se ufanan los paisas pero es tan real como las niñas vírgenes que se pasean por el parque Berrío vendiendo su sexo. La manera como estos combos se han dividido la ciudad entre los de la oficina de Envigado y la de los Urabeños, casi que con el acuerdo tácito de las autoridades, no pone el énfasis en la ciudad que finalmente acabó con las mafias y se recuperó institucionalmente sino que nos retrotrae a los tiempos de la ‘Donbernabilidad’; aquella paz ficticia que se vivió en la Alcaldía de Sergio Fajardo cuando Don Berna era el amo y señor de la oficina de Envigado y pactó su desmovilización bajo la promesa de que habría paz en las calles a cambio de que los dejaran tranquilos en sus negocios de microtráfico y de extorsión. Los paisas se ufanan de que en Medellín se han reducido en un 30 por ciento los homicidios, la cifra más baja en la historia de la ciudad. Lo que no dicen es que el precio de esta cifra es el de haberle entregado el control de la capital paisa a estas organizaciones criminales que hoy tienen un poder tan grande que han desplazado a la institucionalidad, como bien lo muestra el documental.El hecho de que esos combos hoy estén extorsionando desde los vendedores ambulantes hasta los hoteles y almacenes más importantes en el Poblado, y que además se hayan metido fuertemente en el negocio de la prostitución y estén ofreciéndole a los turistas niñas vírgenes que van escogiendo ellos mismos, en los barrios –sin que sientan el menor remordimiento–, es una dura realidad que debería producir mucho más indignación que la que produjo el documental de un periodista que hizo bien su trabajo. No desconozco los avances de Medellín, pero desconfío de esas defensas a ultranza que nublan la mente y que insisten en mostrar una ciudad que no existe en realidad.