El taxista que me lleva del hotel en que me hospedo a Copacabana es carioca y como todos los habitantes de esta ciudad está acostumbrado al tráfico infernal de esta capital del fútbol. En días normales el trayecto desde la playa de Tijuca, que es donde me hospedo, hasta las míticas playas de Ipanema puede ser de media hora, pero hoy, según sus cálculos, nos vamos a tardar cerca de cuatro horas. No solo estamos en la hora pico de Río de Janeiro —son cerca de las dos y media—, sino que además en una hora Brasil va a jugar contra la Selección de Camerún. Río y todo el país se paralizan. Las calles están atestadas de funcionarios públicos a quienes se les ha dado la tarde libre para que puedan irse a sus casas y ver el partido sin que se les imponga la ley seca ni se les restrinja su movilidad como sí sucede en estas tierras de Macondo. Lo único que sugiere alguna señal de alarma es que en las calles de Río se ven más patrullas de Policía que de costumbre. En una hora no habrá ni una sombra por las calles y en las favelas se festejará con voladores cada gol de la selección. Dicen que Dilma Rousseff compró el mundial porque si no gana Brasil, ella puede perder las elecciones de octubre, me comenta el taxista cuando le pregunto quién cree que va a ganar el Mundial. Esa sincera respuesta, que escucharía en boca de otros cariocas que la comentan sin tapujos, demuestra la presión infinita a la que están sometidos los muchachos de Scolari. Presión que reconoce hasta el mismo Tostao en su columna de la Folha de Sao Paulo en la que ha recordado cómo la suerte de Dilma está atada a lo que pueda hacer Brasil en este Mundial. Si Brasil no gana la copa, toda esa inversión desmedida que ha hecho el gobierno de Dilma en la construcción de 12 estadios, cuando la Fifa propuso seis —solo el de Cuiabá tiene cabida para 45.000 espectadores y su población no llega a los 600.000 habitantes—, saldrá a flote y las protestas, hasta hoy represadas, empezarán a llenar las calles de Río y de Sao Paulo. Pero si la gana, ninguno de esos derroches se le echarán en cara y probablemente hasta los jefes indígenas del Mato Grosso que son los que más se han opuesto al Mundial voten por doña Dilma en octubre. Ese es el poder de un deporte como el fútbol. Con razón Albert Camus decía que todo lo que él había llegado a saber sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debía al fútbol. Esa frase de Camus, la vine a entender solo el día que pisé el estadio de Brasilia y me corrió un escalofrío por todo el cuerpo al ver que un estadio de casi 74.000 sillas estaba lleno de colombianos, vitoreando a su selección. Por más que intenté evitar caer en sus redes, no tuve cómo resistir los embates de la bocanada de nacionalismo que de pronto me arropó sin darme cuenta. A pesar de que siempre he rehuido toda suerte de movimientos que intenten exaltar la personalidad de una nación porque como lo dijo el propio Camus, “amo demasiado a mi país, para ser nacionalista”, no pude evitar caer presa del embrujo. Me conmoví hasta los tuétanos oyendo a todo el estadio entonar el himno nacional y lloré con la mayoría de los colombianos sin saber por qué lo hacía. Poco a poco, a medida que iban corriendo los días, fui descubriendo el poder del fútbol. En los estadios, en los aviones, en los aeropuertos la mancha amarilla nos daba una pertenencia inusitada en medio de esas lejuras y distancias brasileras. Sin darnos cuenta compartimos historia, diálogos, emociones con colombianos de todos los pelambres. Desde empresarios de estrato 25, pasando por jóvenes que habían decidido ahorrar para venir al Mundial, hasta familias de clase media que habían vendido su casa por cumplir su sueño de acompañar a la Selección. En Brasilia, se veían familias que habían llegado en jeepaos desde Colombia. En un país tan desigual, donde cada estrato vive aparte del otro, donde las oportunidades de encuentro entre unos y otros son prácticamente inexistentes, el fútbol nos hizo ese milagro. Vi también muchas banderas alusivas a la paz como si el fútbol pudiera darnos lo que los políticos no han logrado. Por unas semanas fuimos un país algo más moderno, algo más integrado y algo más incluyente. Fuimos un país casi perfecto. Y eso hay que agradecérselo al fútbol y al onceno de Pékerman que además nos dio la oportunidad de experimentar la emoción que se siente cuando se gana algo, sensación que yo no tenía en mi disco duro.Dicen los legos que el fútbol es la religión de los ateos y que ese es su verdadero poder. Por eso es bastante probable que el deslucido triunfo de Brasil sobre Colombia le permita ganar la copa y a Dilma sus elecciones. No dudo que hubiera sido mejor ganarle a Brasil, pero de todas formas este Mundial nos hizo el milagro de transportarnos a un mundo mejor, así fuera solo por un momento. Gracias James.