Sé que hay muchos colombianos frotándose las manos con el retroceso de las negociaciones en La Habana y con el hecho de que la guerra haya vuelto al campo a cobrar más vidas de campesinos cuyas muertes ni siquiera van a salir en los noticieros de televisión. Sé también que muchos han celebrado con júbilo la reanudación de los bombardeos aéreos; que no lamentan la decisión de levantar la tregua unilateral anunciada por las FARC y que por el contrario se sienten aliviados de que estemos alejándonos de la paz y acercándonos de nuevo a la guerra de siempre. No sé si los que quieren volver a la guerra son la mayoría o la mitad de los colombianos o si lo que ocurre es que, de tanta violencia, muchos colombianos perdieron la posibilidad de saber cuál es la diferencia entre la paz y la guerra. Lo que sí sé con seguridad es que están tremendamente equivocados: la guerra no puede ser una forma de vida, ni el fundamento de nuestra cultura política ni de nuestra idiosincracia. Puede que sea lo que mejor conocemos –infortunadamente la hemos padecido por más de 50 años–, incluso puede que hasta nos hayamos acomodado a ella desarrollando una cohabitación monstruosa con la muerte, pero eso no significa que la guerra sea mejor que la paz. Lo otro que tengo claro es que el proceso de paz que adelanta el gobierno del presidente Santos con las FARC nos devolvió a muchos colombianos la esperanza de soñar con un país distinto. Logró que las FARC se sentaran a la Mesa y firmaran una agenda y las trató con la dignidad con que se debe tratar a los enemigos históricos que nunca han sido derrotados. Y estoy convencida de que si el proceso fracasa, perderemos todos los colombianos, incluidos los uribistas que hoy se frotan las manos con tanta emoción. Por lo que he podido constatar en mis frecuentes viajes a La Habana, las FARC también perderían si el proceso de paz fracasa, así ellas hayan hecho de la guerra una forma de vida. Ellos saben que no han sido derrotados, pero también son conscientes de que nunca van a tomarse el poder por la vía armada y que les va a tocar seguir en la guerra, degradándose hasta terminar deshumanizados.      Este proceso de paz también nos ha permitido volver a pensar sin necesidad de recurrir a ninguna propaganda o dogma. Pero sobre todo, nos ha permitido reflexionar sobre temas tabús que bajo el gobierno Uribe era imposible tocar por temor a que lo señalaran a uno de auxiliador de la guerrilla. Ahora, existe la conciencia entre un amplio sector de la sociedad de que este conflicto no solo es culpa de las FARC y de que los responsables se encuentran también dentro del Estado: que hubo empresarios, políticos, alcaldes y gobernadores que en un momento dado decidieron aliarse con el narcotráfico y el paramilitarismo para enfrentar a las FARC y que cometieron delitos contra la población por los cuales nunca la justicia los ha requerido. Y esta realidad que finalmente ha salido a flote está muy lejos del dogma que por años nos quiso imponer la seguridad democrática, según la cual en Colombia había un Estado ejemplar dedicado a cuidar a sus ciudadanos que tenía que enfrentar la amenaza terrorista de las FARC. Otro avance que hemos tenido por cuenta del proceso de paz es que por primera vez estamos haciendo un proceso que tiene como centro a las víctimas y no a los victimarios como sucedió con el que se hizo con los paramilitares en el gobierno de Uribe. Puede que eso sea una cuestión menor para muchos, pero en un país donde son miles las víctimas ese es un avance para una sociedad que hasta ahora les había dado la espalda. Para el expresidente Uribe el proceso de paz de Santos es antiético, porque iguala a los militares con la guerrilla. Sin embargo, en su gobierno ni siquiera se reconoció a las víctimas de los agentes del Estado. Quitarles la dignidad a las víctimas del conflicto como sucedió en ese gobierno, eso sí que fue una falta de ética.   Hace tan solo un año se reeligió a Juan Manuel Santos con un mandato que nos devolvió a muchos colombianos víctimas del conflicto la esperanza de que esta vez la paz no se nos iba a escapar: se comprometió a ponerle fin a esta guerra que desde hace más de 50 años nos viene devorando y a cumplir con la deuda histórica que el Estado tiene con las regiones olvidadas y marginadas por cuenta de la guerra. A pesar de la polarización política, el proceso de paz fue avanzando lentamente pero desde hace seis meses se estancó cuando se llegó a la nuez de la negociación: no se han podido poner de acuerdo en torno al tema de justicia, ni sobre quiénes son los máximos responsables de este conflicto, ni sobre qué clase de penas podrían tener bajo el marco de una  justicia transicional que debe brindar las garantías de verdad, justicia, reparación y no repetición. Por el bien de Colombia, espero que se destrabe el proceso y que las FARC entiendan la complejidad del momento histórico. Pero sobre todo espero que el presidente Santos saque su liderazgo para que no quede atrapado por cantos de guerra que se oyen ante la cercanía de las elecciones de octubre que provienen no solo del uribismo sino del vargasllerismo. Coda: me solidarizo con María Isabel Rueda. La manera como la Fiscalía cita a las periodistas que cuestionan la gestión del fiscal Montealegre no infunde respeto sino temor.