Varios de los académicos que formaron parte de la Comisión Histórica coinciden en que uno de los elementos que más ha contribuido a prolongar este conflicto, además del narcotráfico, del paramilitarismo, de la persistencia de la desigualdad, de la precariedad institucional y de su incapacidad por hacer reformas, es la cultura sectaria que nutrió a los partidos tradicionales desde 1930 y que creó dos auténticas subculturas políticas opuestas entre sí. Desde entonces el sectarismo ha ido reciclándose. Hoy, ya no es una deshonra tener un hijo liberal en una familia conservadora o viceversa, pero ser de izquierda era hasta hace poco un pecado en Colombia. Concuerdo con varios de los académicos de la Comisión Histórica, que eso también fue culpa de la izquierda que nunca supo deslindarse de la guerrilla. Sin embargo, esta falta de fronteras no hace menos irracional el sectarismo que surgió contra todo lo que oliera a izquierda. Producto de esa intolerancia el premio nobel García Márquez, nuestro colombiano más famoso de la historia, tuvo que irse de este país. Y en su contra no se vino solo el gobierno del presidente Turbay sino la clase política tradicional e importantes plumas periodísticas. En la Colombia actual ese sectarismo ideológico convive con una nueva intolerancia: la que tienen las nuevas elites regionales corruptas frente a cualquier expresión política que no se someta a su control. Esas elites despolitizadas y clientelistas que han ido amasando un poder impresionante en la política nacional son las que más se han beneficiado del conflicto. Ellos han crecido en la inequidad, se han nutrido del narcotráfico, y gracias a la debilidad institucional se han hecho de manera ilegal a tierras, sin que hasta ahora la ley los haya requerido. A esas elites no les interesa ni la paz regional que pregonan los acuerdos con las FARC, ni están interesadas en fortalecer el Estado en las regiones donde ellos son amos y señores. Esas elites siempre han recurrido al asesinato moral y físico de sus enemigos. Lo hicieron con el entonces ministro Rodrigo Lara Bonilla, a quien intentaron desprestigiar montándole una celada luego de que él había mandado parar todas las avionetas sospechosas que salían con cargamentos de coca del aeropuerto El Dorado. Le metieron un cheque de un narco a su campaña, y la celada la convirtieron en una denuncia periodística. Al poco tiempo, Lara Bonilla era objeto de un debate en el Congreso por haber recibido dineros del narcotráfico y no las avionetas que él había parqueado en El Dorado. Sus decapitadores morales fueron Santofimio Botero y Jairo Ortega, cuyas relaciones con el narcotráfico eran en ese momento de dominio público, pero que solo la Justicia entraría a probar años más tarde, cuando la honra de Rodrigo Lara ya estaba mancillada. Lo más cruel es que ni el Partido Liberal, ni el conservatismo creyeron en la inocencia de Rodrigo Lara. Los medios se ensañaron con él e incluso hasta el Nuevo Liberalismo le hizo un tribunal de ética para examinar su caso. Rodrigo Lara Bonilla siguió enfrentándolos y denunciándolos hasta que lo mataron. A él lo acribilló el narcotráfico, pero moralmente ya lo había asesinado la clase política que lo igualó y lo rebajó al nivel de los políticos que habían vivido a su sombra. Esa misma medicina se la están aplicando ahora a Mockus, un político que hasta ahora era la prueba de que la política en Colombia se podía hacer de otra manera que recurriendo a la clientela y a la componenda. Y se la están aplicando ya no por cuenta del sectarismo partidista, ni ideológico, sino por cuenta de esta polarización hasta cierto punto ficticia que pretende dividir al país entre uribistas y santistas. (Siempre he creído que son más las cosas que los unen que las que los apartan: los dos coinciden en el modelo de desarrollo, en la política agroindustrial, en la necesidad de minimizar el tema ambiental frente a la locomotora minera y de infraestrctura, en fin). Como le sucedió a Rodrigo Lara, a Gabo y a tantos otros, los verdugos morales de Mockus tienen la estatura moral de un enano: se le han venido encima uribistas que hasta ayer estaban con Santos y antiuribistas que vienen de ser uribistas y hoy son santistas. Da lo mismo. Y mientras en los medios de la capital lo señalan de corrupto, en sus regiones ellos proponen de candidatos a las elecciones de gobernadores y alcaldes previstas para octubre, a los hijos de la parapolítica y a los herederos del clientelismo rampante: el hijo de Ordosgoitia, el hermano de Ñoño Elías, el de Musa Besaile, la hermana de los Cote, el hijo de Char, la hermana de Andrade. Lo único que nos aparta es la pelea por el dominio privado de lo público. La verdadera disputa no es entre uribistas y santistas. Es entre los que queremos que cambien las cosas y entre los que quieren mantener el statu quo. Por lo pronto, vamos perdiendo.