No es la primera vez que siento esta sensación de estar enfrentándome a uno de los momentos más complejos y difíciles de Colombia. La primera vez fue cuando Pablo Escobar y todo su aparato corruptor intentaron tomarse el país a sangre y fuego. Esa misma orfandad y fragilidad que sentía entonces, la he vuelto a percibir ahora que el país se apresta a definir quién va a ser el próximo presidente. Como en aquellas épocas, me acompaña la misma sensación de que algo nos va a avasallar sin que podamos detener los acontecimientos. En esa época muy pocos tuvieron la lucidez de saber lo que se nos venía: pocos se percataron de que se estaba incubando un ciclo de violencia del que aún no hemos salido. Y quienes sí vislumbraron, como Guillermo Cano, fueron tachados de arrogantes, de sesgados, de manipuladores de la opinión y de profetas del desastre. A los periodistas nos tocó salir de nuestras salas de redacción a defender la democracia y a mostrar que nuestras plumas no las podían callar tan fácilmente y que la sangre de los periodistas asesinados, de los jueces, de los candidatos, de los policías, no había caído en vano. Desde entonces, comprendí que para ser periodista en Colombia había que ser de todo, menos neutral. Nadie puede serlo en un país que produce masacres de paramilitares, atentados de la guerrilla, falsos positivos, niños sin piernas y magnicidios como los que han sucedido en estos últimos 30 años. Aprendí también que la búsqueda de la verdad, que es el objetivo de nuestro oficio periodístico, no puede darse en Colombia sino de la mano de fuertes convicciones democráticas como la tolerancia, el derecho a la protesta, a la oposición, al disenso. Hoy la historia vuelve a repetirse aunque el enemigo ya no sea un cruel y despiadado narcotraficante que quiso tomarse el país en nombre de esas nuevas elites regionales que surgieron por cuenta de la irrupción del narcotráfico. Ahora el monstruo de tres cabezas tiene formas socialmente aceptadas e interpreta al pie de la letra a esas elites regionales hoy todopoderosas, que son feudales y ultraconservadoras con la misma audacia y con el mismo discurso con que lo hacía Pablo Escobar desde Medellín sin tugurios. Hoy ese caudillismo es un fenómeno político de innegable magnitud, que está ad portas de ganar las elecciones y ante el cual ningún demócrata puede ser neutral. Por eso una vez más, nos va a tocar a los que tenemos convicciones demócratas, salir de nuestro mundo, de nuestras oficinas, de nuestras salas de redacción a votar por esta democracia imperfecta, distorsionada por 60 años de guerra. Como en la época de los noventa nos va a tocar salir a defender unos valores democráticos, así para muchos colombianos esos valores no les hayan servido para comer. Me refiero a valores como la tolerancia, la oposición, la democracia participativa, la libertad de pensamiento y de cultos, los derechos de la mujer y la posibilidad de soñar con un país en paz. Confieso que he invertido muchos años de reflexión para encontrar argumentos sensatos que rebatan las razones por las cuales Colombia se ha convertido en una nación que considera que el voto es un ejercicio inane. También se que no es fácil ejercer el derecho de votar en un país que se ha acostumbrado a vivir de la guerra. Pero la verdad es que yo formo parte de una generación que se acostumbró a votar sin haber visto nunca la paz y creo que nos merecemos la posibilidad de un futuro distinto. Por eso voy a votar por Juan Manuel Santos. Lo hago por convicción a sabiendas de que me separan muchas cosas; de que no me veo representada en su unidad nacional ni en muchas de sus políticas. Sin embargo, creo que ha tenido la audacia que no han tenido otros presidentes de hacer un alto en sus odios para abrir la compuerta y buscar finalizar el conflicto. Me cansé de la guerra, y de los que se nutren de ellas. Quiero vivir en un país normal donde se respeten las ideas y la vida y no los panfletos y la muerte.