La Constitución anterior preveía que la ley pudiera organizar una milicia nacional además del ejército permanente y del tradicional deber de todos los colombianos de tomar las armas para la defensa de la independencia nacional y sus instituciones.
En un principio, se entendió que la milicia debería reforzar y engrandecer la fuerza pública, para garantizar toda la seguridad apetecible, para estrechar entre los colombianos todos los vínculos de confraternidad y unidad, así como para suprimir las prácticas de reclutamiento arbitrario.
Más tarde se entendió que la milicia debería tener funciones adicionales o auxiliares de las Fuerzas Armadas, como sería una acción cívica, y no debería ser un cuerpo que tuviera por esencia estar armado. En ese contexto, se creó la Defensa Civil en 1965.
La Constitución vigente no prevé la creación de milicias, pero sí permite que la ley cree o autorice cuerpos armados permanentes que podrán portar armas bajo el control del Gobierno nacional.
Al respecto, la Corte Constitucional ha entendido que el Estado tiene el monopolio legítimo de la fuerza y el uso de las armas, así como unas fuerzas militares permanentes, todo esto destinado a la protección de los derechos fundamentales de las personas, resumidos en la premisa de salvaguardar la vida, honra y bienes de todos.
Las actuales guardias campesinas, indígenas y cimarronas se suelen definir, según la inteligencia artificial (ChatGPT), como grupos de autodefensa comunitaria. El sustento legal es inexistente o precario, pues las leyes que reconocen la jurisdicción indígena o la propiedad colectiva de la tierra, no tienen autorización expresa para su creación, sino que se acude a interpretaciones excesivas de actores interesados.
Carlos Alonso Lucio viene advirtiendo del fenómeno de la “milicianización” impulsada por Gustavo Petro, consistente en sustituir a las fuerzas armadas constitucionales por una red de milicias patrocinadas por fuerzas territoriales y criminales que se aliaron con el Pacto Histórico.
El asesinato y secuestro de miembros de la policía en Los Pozos, San Vicente del Caguán, por miembros de esas guardias campesinas, muestra la profunda contradicción institucional. El presidente dijo ser el responsable de la inacción de la fuerza pública para impedir una masacre. No se conocen las investigaciones penales para imponer penas a los responsables.
Lo cierto es que la Constitución no prevé la existencia de milicias, lo que permite es que la ley autorice cuerpos armados bajo el control del Gobierno, sobra decirlo, que refuercen la fuerza pública, no que la enfrenten ni atropellen. Las leyes agrarias, indígenas y de negritudes no autorizan la conformación de tales guardias y cualquier conducta ilícita debe ser sancionada conforme a la ley.
El Gobierno ha demostrado su preferencia por la promoción de espacios políticos para la manifestación pública, que debe ser pacífica, donde convoca a sectores minoritarios y a esas guardias a apoyar sus políticas. Poco o nada contribuye reunir grupos de personas armadas con bastones, palos y machetes, que más intimidan a la ciudadanía que soportan propuestas gubernamentales, y pueden terminar en fatales enfrentamientos con la fuerza pública.
A lo anterior, se suma la salida de un buen número de oficiales de la Policía y las Fuerzas Armadas experimentados y expertos, llamados a calificar servicios, mientras el Gobierno encuentra altos mandos afines, se reduce el presupuesto y se les ordena tolerar atropellos y agresiones, sin hablar de la paz total de concesiones prematuras a delincuentes y subversivos, todo camino a una pasividad que merma las instituciones y reduce los derechos.
El monopolio de la fuerza y las armas lo tiene el Estado, promover minorías armadas primitivamente para respaldar propuestas sin mayorías o reclamar derechos que el Gobierno debe garantizar es una insensata forma de incitar al desorden y al caos.
El presidente jura cumplir la Constitución, representa la unidad nacional y aplica la ley, no es jefe de la oposición ni cabeza rebelde de la subversión.