Estamos ante una doble tragedia: por las muertes que hemos padecido y las que inexorablemente ocurrirán, así las autoridades hagan todo lo posible por salvar el mayor número de vidas; y por la crisis económica que el confinamiento ha producido. Es necesario poner de presente las cifras de ambos fenómenos En los días transcurridos desde que se produjo la primera víctima mortal hasta el 30 de abril son 293. Son vidas humanas valiosas, inconmensurables para aquellos que han perdido sus seres queridos. Esa cifra es relativamente baja para la población Colombia (cincuenta millones), aunque, sin duda, por la tasa de reproducción de la pandemia, ha de aumentar con el correr del tiempo. Las proyecciones más pesimistas calculan que la cifra total podría llegar a treinta mil muertes al cierre del año, aunque los pronósticos generalizados las colocan entre tres mil y ocho mil. Solo para que se tenga un orden de magnitudes, en el 2017 murieron en Colombia 271.254 personas. Otro elemento de comparación, que es inevitable mencionar, es el de muertes por accidentes de tránsito: El año pasado fueron 6.500, aproximadamente. Por supuesto, esa cifra sería de casi cero si mantuviéramos un enclaustramiento indefinido. A nadie se le ocurre plantear una política de esa naturaleza, lo cual permite concluir que, así sea para salvar vidas, hay costos que la sociedad sencillamente no está dispuesta pagar.  La estrategia de “aplanar la curva” mediante el encierro colectivo busca demorar la expansión del virus. Actuar así tiene sentido: permite ganar tiempo en el aprestamiento del sistema hospitalario y acceder a las pruebas de diagnóstico indispensables para detectar y colocar en cuarentena a las personas portadoras del patogeno. No teníamos otra opción. Pero esa forma de actuar no derrota el coronavirus; le arranca, sí, unas vidas, aunque no podemos conjeturar cuantas sean.  Por el informe difundido que difundió ayer el DANE nos enteramos de que durante el mes de marzo se destruyeron un millón quinientos mil empleos, lo que es ya la tragedia social más grande que haya registrado Colombia desde el siglo XVI (entonces la población se contrajo en el 90%). Sin duda alguna, durante el mes que finalizó ayer la cifra más que se duplicará: muchas de las empresas que resistieron el primer mes, deben haber colapsado en el segundo. Al fin de mayo, si seguimos en las mismas, podremos llegar a ¡cinco millones de desempleados! Por supuesto, ésta otra pandemia también tiene sus víctimas favoritas, los pobres, mientras aquella prefiere a los ancianos que carecen de ingresos regulares y ahorros, lo que es igual… a los pobres.  Los enormes esfuerzos realizados por el gobierno para mitigar éste desastre son apenas gotas en medio de una atroz sequía. Según datos de Anif, hasta ahora los hogares han perdido 12.5 billones de pesos; mientras que las distintas modalidades de apoyo suman 2.5 millones.  Algunos dicen que, por ahora, se trata de salvar vidas; y que más adelante, de alguna manera, recuperaremos los empleos y la generación de riqueza. La historia de las recesiones muestra otra cosa muy diferente.  Con motivo de la ocurrida en 1999 el desempleo aumento 5%; nos demoramos cinco años en retornar al desempleo que teníamos con antelación.  El solo encierro ya es causa de un deterioro de la salud pública. Lo supe ayer de fuentes serias: el número de niños afectados por las peores formas de violencia y de abandono en Bogotá está creciendo de manera dramática. Distintos estudios muestran que la mortalidad infantil crece en proporción directa a la declinación de la actividad económica. Muchas de las patologías que no se están atendiendo (los pacientes en los hospitales han caído en proporción importante) se reflejarán en los índices de mortalidad desde que comenzó la cuarentena y en futuros meses.  A esta alturas el gobierno debería tener claro que cuanto ha hecho para aliviar la crisis social es insuficiente; que la idea de que por la vía del crédito se resuelven los problemas de empresas y sus trabajadores es falaz; que las trasferencias a los sectores de bajo ingreso son crudamente insuficientes (las protestas callejeras son su consecuencia); que las presiones por nuevas y diferentes modalidades de ayuda aumentan día a día; que no actuar con celeridad hace mucho más costosas las acciones tardías; y que ante la imposibilidad de protegernos a todos tendrá que establecer dolorosas prioridades.  Me parece que estamos en un punto de inflexión y que el Presidente y su equipo así lo entienden. Me atrevo a decir que es indispensable hacer un cómputo realista de lo que vale la crisis, tanto como de los recursos que tenemos disponibles y los que, al parecer, nos llegarán del Fondo Monetario y otras multilaterales. Si ellos fueren insuficientes, habrá que ver que puede hacer el Banco de la República sin comprometer su obligación constitucional de preservar la estabilidad de los precios. Es, como siempre se ha dicho, el recurso de última instancia. Puede haber llegado la hora de usarlo.   Briznas poéticas. Para no caer en la negra desesperanza leo a José Emilio Pacheco: “Baja la primavera al aire nuestro, / Invade / con sus plenos poderes al invierno. / Brota del mar. / Es Dios o su emisario.”