Viajé a España para aprovechar la ley Alberto Ruiz-Gallardón que otorga la nacionalidad española a todo aquel que demuestre que es judío sefardí. Porque, para quienes no lo sepan, en un acto de justicia histórica, España devolverá la ciudadanía a los descendientes de los judíos que expulsaron hace siglos. Y ahí cabemos los que llevamos una vida entera como judíos sefardíes. No digo mentiras: sin demeritar las virtudes del salchichón cervecero de Zenú, soñaba con pertenecer a la patria del jamón ibérico; tomar sangría en lugar de refajo; ingresar a Europa sin hacer fila en inmigración; hablar de pelas para referirme a la plata, no a las golpizas, y, por qué no soñar en grande, casar a mis hijas con español: ojalá de la realeza, aficionado a la caza y con al menos dos escándalos de corrupción. No se me entienda mal. Amo a Colombia. Pero quería saber qué se siente pertenecer a un país en cuya burocracia no existe el cargo de “viceministro de la creatividad”; un país en que no cierran los noticieros independientes; un país, en fin, en que los altos funcionarios del Estado reciben con honores a un premio nobel antes que a la hija de Trump.
El sueño tenía fecha de caducidad porque la medida termina en octubre. De modo que conseguí un contacto en el bajo mundo, es decir, en la clase alta, que me ayudó con información: –Contrata a este señor –me dijo en una tenida literaria donde Gloria Luz Gutiérrez-; es un abogado de apellido Portero: él te hace todo. –Lo que haya que hacer, macho –respondí con mi mejor acento español. En el notablato bogotano me muevo como pez en el agua, y en un chasquido de dedos ya había ubicado al abogado Portero. Telefónicamente me explicó que había diversos planes. El básico consistía en asesoría, gestión de papeles y cita para el examen ante las autoridades españolas. Pero había tarifas más costosas –el abogado no decía caras, sino costosas– que incluían investigación genealógica para demostrar que, efectivamente, los Samper –o los Ospina: o alguno de los seis apellidos que me pidió, por si alguno fallaba– éramos judíos sefardíes: sefardíes de toda una vida, como siempre lo hemos sostenido. –En ese caso sube el precio por cabeza –me dijo. –¿Y cuando dice cabeza, doctor, a qué se refiere exactamente? –pregunté con elegante recelo. Contestó a mis suaves maneras de bogotano con su hosca y sincera personalidad ibérica, y me ofreció un combo que incluía investigación genealógica, circuncisión y bolsa de hielo por 5.000 dólares adicionales. Pero lo consideré caro. O costoso.
El doctor Portero se encargó de todo, efectivamente, y en cuestión de días me encontré a bordo de un tren, rumbo a Málaga, al que no le cabía un colombiano más. Hordas del estrato seis bogotano habían convertido cada vagón en un surrealista articulado de TransMilenio atiborrado de “gente bien”. Me pareció ver a las hermanas Lara; a Vicky Turbay; a Munir, a Patty, y al hermano de Patty. A los Mac Allister, que alegaban ser judíos esoceces. A Felipe Negret; a los Vargas: Germán y Enrique. –¿Y ustedes también por acá? –les pregunté. –Somos los Vargoski –respondieron felices, pese a que, según supe, la terminación de ese apellido pertenece más a los judíos askenazis, que a nosotros, los sefardíes. Varios salían cabizbajos. No sabían que el himno de España es como el senador Macías: iletrado. A Carlos Mattos lo vi a lo lejos, y me le acerqué con discreción: –Carlos –le susurré-: ¿pero tú no estabas en líos con la justicia? –Pues que me extraditen, pero llegaré siendo un preso sefardí. Vi a los Germán-Ribón; a los Pombo; a los Urrutia. Vi a alguien parecido a Martín Santos, a todos mis primos Coalla Mejía, a los Puyana, a las hermanas Bernal. Por el rabillo del ojo (que no al revés) avizoré también a un reconocido personaje del jet set bogotano, de foulard de seda e infame talante antisemita, que comentaba en voz alta las virtudes de su nuevo club. –¿Pero tú no eras del Country? – le pregunté. –¡No, ala, nosotros somos del Carmel club! –¡Pero si hablabas mal de los judíos! –¡De las judías! ¡Me refería a las habichuelas! ¡Y olé! Con los compañeros del kibutz bogotano creamos una suerte de cofraternidad secreta para soportar el momento de mayor ansiedad: presentar examen sobre la cultura española ante un funcionario de Instituto Cervantes.
Varios salían cabizbajos porque caían redondos en la primera pregunta: recitar la letra del himno español. Algunos cantaron la salve rociera. José Gabriel Ortiz entonó “¡Que viva España!”, y tiró lances de torero al aire. Pachito Santos cantó La Marsellesa. No sabían que el himno de España es como el senador Macías: iletrado. Huí del lugar cuando dijeron mi nombre. No soporté la tensión, esa es la verdad. Perdí para siempre la posibilidad de obtener la nacionalidad europea, y ahora arrastro como condena la nacionalidad colombiana. Seré compatriota de la mula que trató de esconder un kilo de coca debajo de su peluquín. Seré compatriota del viceministro de la creatividad. Pero también de Nairo Quintana. Y con eso me sobra.