Los hechos ocurridos en el Caguán la semana pasada son de una gravedad sin precedentes. Asistimos al rompimiento del Estado de Derecho por parte de un Gobierno que claudicó e hizo claudicar a la Fuerza Pública ante un grupo organizado irregular. Por un espacio de 24 horas hubo un vacío de poder en el que el Gobierno renunció a serlo. Es algo demasiado grave que puede ilustrarnos sobre lo que sucederá en el país con la “paz total”.

Pero más infamante que el asesinato y secuestro de nuestros policías, es que sea el mismo gobierno el que incurra en un negacionismo respecto a los hechos. El ministro Prada sorprendió al país al decir que lo ocurrido en Caquetá fue un “cerco humanitario” y no un secuestro masivo. Dicha formulación es propia de activistas en contra de la Fuerza Pública o incluso de la subversión misma, pero ahora la oímos de boca de un ministro del Interior, como si el Estado fuera enemigo de sus propios soldados y policías. Algo más allá de lo inaudito.

A los ojos de todos, más de 70 policías fueron secuestrados por un grupo irregular. Fueron detenidos en contra de su voluntad, despojados de sus pertenencias y conducidos en camiones a un punto desconocido, mientras a pocos metros una unidad militar contemplaba todo sin mover un dedo, ya que tenían la orden del mismísimo presidente de abstenerse a socorrer a los policías. Quizá sea la primera vez que un presidente ordena a la Fuerza Pública dejarse secuestrar.

Lo anterior explica los desesperados audios de los policías pidiendo apoyo. Pero no llegaron ni refuerzos ni municiones (que en el caso del Esmad son municiones no letales), y todo derivó en el vil asesinato del subintentende Monroy por parte de esta guardia campesina. De haber tenido el apoyo suficiente, el país no estaría lamentando la pérdida de esta vida humana.

El Gobierno de Petro, en su acostumbrada comunicación sibilina, quiere meternos en un falso dilema: dicen que de haber apoyado a los policías copados por los manifestantes “se hubiera desatado una masacre”. Para ellos, un muerto es mejor que 10 o 50. Para el resto del país, cero muertes es algo mejor que una.

Sin embargo, detengámonos en el punto de la masacre supuestamente evitada. No es verdad que esto deba suceder, pues la razón de ser de una fuerza antimotines es la contención no letal de manifestantes. Lo que debió ocurrir en el Caguán es que un presidente sensato enviara refuerzos del Esmad a los policías copados. Disolver la manifestación hubiera generado sendos titulares alarmistas de ciertos sectores, pero hubiera también evitado una tragedia mortal.

Petro, al despojar al Esmad de su carácter, no está salvando vidas; prueba de ello es lo que ocurrió con el subintendente Monroy. Nadie lo señalará en la época de la perfecta corrección política.

Misma corrección política ya agotada y que se alimenta de trastornar el lenguaje para cambiar la realidad, con resultados cada vez más lamentables. Lo del ministro Prada es como si alguien intentara convencernos de que en el mar no hay agua: llamarle “cerco humanitario” a lo que siempre ha sido secuestro, es una mentira con ruindad y descaro.

¿Con qué intención lo hace el ministro Prada? Con la de afirmar que ellos son ahora el poder y que no les interesa ni la verdad ni la inteligencia de los colombianos. Con la voluntad, además, de doblegar a la Fuerza Pública de cara a una paz total que reproducirá los hechos del Caguán en el resto del país. Con la firme convicción, también, de graduar como seres civilizados y perfectos a grupos que no son otra cosa que estructuras al margen de la ley.

Y es que nadie habla de la guardia campesina con la precisión de la letra firme: un grupo que ejerce funciones propias del Ejército o la Policía no es otra cosa que una organización, cuando menos, paraestatal. ¿No es suficiente para prender todas las alarmas? ¿Por qué la voluntad de la guardia campesina es ley que deba ser obedecida por la Fuerza Pública y las autoridades locales?

Nadie dude de que lo sucedido en el Caguán se reproducirá allí donde los grupos violentos tengan intereses. Soldados y policías tienen la orden de no mover un dedo. Los colombianos estamos más indefensos que nunca ante la barbarie de un, así llamado, cerco humanitario.