Colombia está matando el deseo más profundo de sus ciudadanos de ser mejores y, con ello, está cavando su propia tumba. Me explico.

La feria de subsidios y programas asistenciales que se han venido creando, no solamente en este Gobierno, sino en varios anteriores, ha vuelto a nuestra nación una en la que se espera que el papá Estado solucione todos los problemas de la población. Gravísimo.

Si fuera por la profundidad de los programas que regalan bienes y servicios a los ciudadanos, no podríamos encontrar una línea divisoria entre los llamados Gobiernos de izquierda y de derecha que hasta ahora nos han gobernado. En términos de regalos a la población, las administraciones Uribe, Santos y Duque están parejas. El Gobierno Petro, de izquierda y supuestamente el destinado a ampliar estas ayudas, aún no ha sido capaz de poner en marcha un gran programa asistencialista, aunque ha hablado mucho de entregarle un millón de pesos a cada joven que no entre a un grupo al margen de la ley. Nuestros presidentes recientes han creído, sin diferencia, en regalar y regalar, y eso, respetuosamente, no está bien.

El exceso asistencialista tiene un gran riesgo y es el de acabar con el proceso natural de que las personas busquen una solución independiente a sus problemas. Si los Gobiernos consistentemente envían señales a su población de que es el Estado el que entrará a arreglar lo quebrado, los individuos tenderán a esperar el apoyo constante para avanzar. El exceso de esas prácticas lleva a que, como en Colombia, por ejemplo, las personas que construyen ilegalmente a la ladera de los ríos sabiendo que sus hogares están en riesgo, lo sigan haciendo, y luego, cuando una crecida se lleva su estructura, culpen al Estado y exijan soluciones inmediatas.

De la misma manera, el exceso de las prácticas asistencialistas crea una dependencia correspondida entre el individuo y el Estado proveedor que afecta las democracias. Los gobernantes que se muestran magnánimos entregando dádivas y no soluciones estructurales en realidad están, indirectamente, comprando votos para asegurar su permanencia en el poder.

En las economías liberales, el secreto del éxito está en la capacidad de creación y productividad que tienen sus ciudadanos y, para ello, la función del Estado debe concentrarse en crear las condiciones idóneas para que los emprendimientos puedan florecer, la competencia existir y las familias prosperar.

Un acto revolucionario para Colombia sería hacer un verdadero análisis de los múltiples y millonarios programas de asistencia en el país y llegar a conclusiones no partidistas ni políticas sobre su efectividad económica y de prosperidad social. ¿Generan crecimiento económico, entregan soluciones efectivas en el mediano plazo para erradicar la pobreza, o más bien generan una dependencia económica del Estado, en este caso, ¿uno cada día más pobre?

El capitalismo y no el socialismo ha sido el verdadero reductor de la pobreza en la historia global. La competencia y la creatividad, incluso para salir de las peores condiciones económicas, han creado la riqueza que hoy por hoy ha logrado disminuir, entre otras, la mortalidad de infantes al nacer, aumentado la expectativa de vida global, disminuido el analfabetismo, por no hablar de los más importantes hallazgos tecnológicos y científicos de nuestra existencia.

Solo una cifra. En 1981, el 42 por ciento del planeta vivía en extrema pobreza. Hoy esa cifra es de solo el 10 por ciento. Más de 1.000 millones de personas han salido de la miseria y esto no lo han logrado los programas de asistencia ni el socialismo. Es producto de la competencia, la innovación y el empuje de los individuos, no el pesar ni la condescendencia.

Los países que han implementado reformas de mercado encaminadas a la apertura y alejadas de los subsidios y dependencia del Estado han dado pasos sociales cuánticos. Corea del Sur, Singapur y la China de Deng Xiaoping son ejemplos recientes de cómo se pasa de la pobreza y el comunismo a la prosperidad y la economía de mercado. Venezuela, Cuba y Nicaragua son un ejemplo de lo contrario.

En la misma línea vale la pena también citar el caso de Chile y cómo la política asistencialista, superprotectora y altamente populista de la primera presidenta socialista de ese país, Michelle Bachelet, marcó el inicio de una espiral de destrucción económica.

En la década 2010-2019, cuando Bachelet tuvo su primer periodo de gobierno, Chile creció a un ritmo de 3,3 por ciento, el menor crecimiento promedio desde los setenta. Y en el segundo mandato de la presidenta, la expansión de la economía promedió el 1,8 por ciento, convirtiéndose en el de peor desempeño desde el regreso de la democracia. La crisis que vive hoy en ese país se deriva de las políticas asistencialistas de la Bachelet.

En Colombia hemos fallado en distinguir entre un Estado asistencialista y un Estado regulador como verdadero motor de crecimiento económico, dinamizador y reductor de la pobreza. A los menos favorecidos les ayuda más un esquema que les dé verdaderas oportunidades que un cheque de limosna cada mes.

Nuestro país debe de dejar de darles migajas a sus ciudadanos y empeñarse en crear condiciones para el progreso y la exigencia de todos. El trabajo crea riqueza; los subsidios, sociedades de zánganos y los zánganos siempre votan por otros zánganos que se dedican a chuparles la sangre a quienes sí trabajan.

P. D.: El Congreso debería parar cualquier tipo de discusión de financiamiento de reformas hasta que el Gobierno se comprometa a no derrochar más. No se le puede estar pidiendo más impuestos a la gente cuando la primera dama, como lo dijo La Silla Vacía, cuenta con un séquito escondido en varias entidades del Estado pagado con dineros públicos. Entre otras, ¿para qué quiere la Cancillería 31 camionetas 4x4 híbridas nuevas, con un valor de 6.240 millones de pesos, para sus funcionarios? Derroche.