El 25 de julio cumplo un año lejos de mi casa. Salí una tarde con ayuda de los vecinos, los mismos que esa mañana me pusieron en alerta. El panfleto que unas semanas atrás llegó a la sede campesina y pasó de mano en mano por el municipio cobró sentido. Ya no se trataba solo de una amenaza. Un grupo de hombres armados y algunos encapuchados montó un improvisado retén muy cerca de donde vivía. A todo el que pasaba le hacían la misma pregunta: ¿dónde está William? Desde entonces, cada mañana sé dónde amanezco, pero no dónde me cogerá el anochecer. Yo no fui el único que dejó la finca y todo lo que tenía. Detrás de mí también salió mi familia. Si yo no tengo claridad de lo que está pasando, mucho menos ellos. Aun así, no me puedo exponer a que algo les pase; por eso reforcé mis medidas de seguridad y las de ellos. Tengo un escolta, al que todavía no me acostumbro, un chaleco y un celular. Sin embargo, las dos garantías que este tiempo me han mantenido con vida sin duda son haber dejado mi hogar y el trabajo organizativo que he construido con la comunidad. Le recomendamos: Las orejas del diablo Intenté regresar hace unas semanas para levantar lo que es mío. El dinero escasea y la tierra llama, pero nada ha cambiado desde que me fui. Las intimidaciones siguen, y fue no más que asomara mi cabeza para que empezara de nuevo la preguntadera. Que dónde estoy. Que con quién ando. Que me ayuden a ubicar, que me necesitan. Aunque la respuesta que ellos siempre obtienen son silencios. La comunidad vela ahora tanto por uno como cada quien cuando pone en práctica las medidas de autoprotección que aprendió. A la fecha, en Cajibío (Cauca) han asesinado a tres miembros de la Asociación Campesina. Somos alrededor de 500 núcleos familiares los que nos organizamos desde hace más de nueve años. Trabajamos por la defensa de la tierra; no solo de los grupos armados con los que históricamente nos hemos enfrentado por la autonomía del territorio, sino también de aquellos que han querido sacar ventaja en medio del conflicto y se han hecho a las mejores tierras. La mía no ha sido una lucha temprana. Llevo años en contacto directo con la gente, pero apenas desde hace cuatro decidí asumir el liderazgo con destreza. Hasta allá me arrastró la defensa de los derechos de los campesinos y el acuerdo de paz. Basta una cifra para entender lo que nos está pasando. Alrededor de tres o cuatro familias producen en una o dos hectáreas en mi pueblo. En su mayoría café, yuca, fríjol o cultivos de pancoger. Mejor dicho, algo qué echarle a la olla. Son alrededor de 200 familias que en su momento fueron desplazadas las que hemos logrado reubicar con mi gestión y la de otros colegas. Este trabajo, sin embargo, no ha sido fácil. No solo porque el Estado, tras la dejación de armas de las Farc, no consiguió ocupar las zonas que dejó la exguerrilla, sino también porque estamos enfrentándonos cara a cara con multinacionales. Las mejores tierras que hay en mi región están dedicadas a producir pino y eucalipto de manera industrial. También puede leer: Que no se queme la esperanza Pero esa no ha sido la única batalla; nos hemos ido de frente en la lucha contra la minería. No nos faltaron agallas para destruir la maquinaria de quienes vienen a explotar inescrupulosamente nuestro territorio. Lo último que nos unió fue el acuerdo de paz. A pesar de que antes de la firma nosotros abonamos el terreno con los cultivadores de coca para buscar salidas a la legalidad, celebramos que en el acuerdo se haya hecho una propuesta integral para intervenir los territorios. El problema es que nos dejaron con los crespos hechos. Se firmó un acuerdo colectivo municipal, pero ahí se estancó todo. Es necesaria una solución integral al tema ilícito. Hemos tratado estos años de fortalecer y articular el trabajo con otras organizaciones como Fensuagro, Marcha Patriótica y Pupsoc. Así, de pronto, viendo que somos muchos los que tenemos el mismo reclamo, conseguimos que nuestra voz tenga eco. Todos pedimos lo mismo: que no solo ofrezcan garantías de seguridad para habitar y proteger los territorios, sino también que el Estado cumpla lo que alguna vez nos prometió. Le recomendamos: Mi cuerpo al que tanto rechazaba no tenía la culpa No me arrepiento un solo día del camino que escogí. Dicen por ahí que es mejor morir por algo que pasar toda una vida sin haber hecho nada. Cada día tiene su afán, no es fácil, pero la satisfacción de ayudar a las comunidades que me necesitan hace que el esfuerzo valga la pena.