A ver si se enteran. Esto no es de la izquierda recalcitrante ni de una niña pantallera. Se trata de nuestra supervivencia, de un futuro de horrores hacia el que nos precipitamos ante la desidia de la mayoría de los habitantes de la Tierra. Y no demorará decenios, seremos testigos de las tragedias apocalípticas que causará el cambio climático. Me dirijo a quienes desechan las alarmas y son de derecha, la ideología que mayor progreso y bienestar ha generado al planeta. No se vuelvan ahora brutos, por Dios. No ignoren una realidad incuestionable: nada más grave que el deterioro acelerado de la naturaleza. Mientras nos enzarzamos en peleas intrascendentes, pueriles, como la de los violentos que siguen marchando en Bogotá atropellando los derechos de quienes no queremos parar, el planeta agoniza por la culpa de todos y no le paramos bolas. Lo que atañe al medioambiente no suele ser noticia sexi que atraiga audiencias, salvo casos puntuales, y como tampoco da votos, nunca se convierte en eje fundamental de ningún Gobierno.
En noviembre estuve en el Caquetá. Y no daba crédito. Solo había pasado un año desde la última vez que viajé por los mismos municipios, y la deforestación salvaje, irresponsable, salta a la vista. Donde había bosques, ahora encuentras pastos verdes y reses. Aún existen descerebrados que adoran una “finca limpiecita”, sin un árbol. Después se quejan en las veredas de falta de agua en los meses de verano. El río Sambingo, en Cauca, era una belleza. La minería ilegal (que protege el ELN) lo ha devastado. Recuerdo el Atrato hace 20 años. Era limpio, al menos en apariencia, porque siempre fue estercolero de poblaciones ribereñas. Pero hoy es un basurero con masas de plásticos, navegando por la superficie hacia el Caribe. Cada vez que voy en panga, veo gente comiendo en los malditos envases de icopor que luego botan al río. Deberían prohibirlos. En las ciénagas cercanas a Bojayá apenas hay pescados. Las atarrayas los aniquilaron. El lago de Tota está muerto. Quince mil cebolleros y los cultivos de trucha lo asesinaron, desoyendo el clamor de los valientes ambientalistas que aún luchan por resucitarlo. Desde Calamar a Miraflores, Guaviare, dan ganas de llorar al contemplar la selva quemada. Gentes del interior, con complicidades locales, no tienen reparos en arrasar para sembrar pasto. Pregunté a un indígena por qué ellos también talaban y agotaban las especies cotizadas. “Quedan muchos árboles”, fue su respuesta. La minería de carbón a cielo abierto, magnífica generadora de sequía, tiene en La Loma, en Cesar, el paradigma de la brutalidad llevada al extremo. Pretender explotar carbón en municipios de Boyacá con vocación agrícola es un crimen de lesa humanidad. La culpa, en todo caso, reposa en China y Occidente, los grandes consumidores de una energía que nos condena al desastre. El río Samaná, que atraviesa la carretera Medellín-Bogotá, es una joya en declive. El admirable Jules Domain, conocedor como pocos de los ríos de Colombia, ya no sabe qué hacer para mover conciencias. No hay derecho a que destruyan semejante maravilla al alcance de cualquiera. El Chiribiquete dejó de ser inaccesible. Lo están invadiendo mineros y madereros furtivos. Recuerdo un viaje al Darién, donde conocí cortadores de madera protegidos por paramilitares. Pregunté a un indígena por qué ellos también talaban y agotaban las especies cotizadas. “Quedan muchos árboles”, fue su respuesta. En Nariño conocí el paraíso. Unas veredas diminutas de Barbacoas, a orillas de afluentes del Telembí, con pozas de aguas templadas, puras, rodeadas de selva y sin zancudos. Practicaban auténtica minería artesanal hasta que llegaron dragas grandes y mancillaron el tesoro natural. En el Catatumbo quedan pocos caños en donde aún es un placer darse un chapuzón. Los químicos que botan los laboratorios de base de coca contaminan incontables ríos. En Bahía Málaga da dolor y vergüenza escrutar el mar en espera de que aparezca una ballena entre plásticos.
En el mundo se recicla poco, pero en Colombia solo el 15 por ciento de los residuos urbanos. En infinidad de edificios bogotanos no separan ni los vidrios. Y como no hay agua potable en la mayoría del país rural, beben agua de bolsas y botellas. Acompañé al entonces ministro Germán Vargas Lleras al Chocó, y, en uno de los pueblos donde quería construir casas gratis, un grupo de vecinos suplicó que preferían una planta de tratamiento de aguas y un recolector de basuras. Obvio que no escuchó. Casas amarran votos y lo otro solo importa a unos pocos. Saquen un esfero, reúnan a sus mayores, y anoten los parajes maravillosos que disfrutaron en su juventud y hoy en día solo son recuerdos nostálgicos. Si después siguen creyendo que el cambio climático es un invento, que la degradación ambiental no es el principal problema que enfrentamos, háganselo mirar. Necesitan un remedio.