La insurrección ciudadana acaecida en Colombia refrendó con creces una verdad de a puño, que el estado, tal como está constituido hoy, no tiene la más mínima capacidad de responder a los reclamos que exigen reformas de fondo y no una mera operación de maquillaje, una inyección de bótox cuyos efectos desaparecen rápidamente y no pueden ocultar la ruina de las instituciones, carcomidas por la ineficiencia, el clientelismo, la malversación y el asalto descarado a los recursos públicos.
Si lo que queda de clase dirigente es consciente de manera mínima de la debacle social y política que se nos viene pierna arriba, tiene que acometer sin dilación en el próximo gobierno, porque este ya no lo hizo, una operación de alta cirugía para pasar de un estado gangrenado a uno que tenga el empuje y la diligencia para realizar los cambios sin los cuales los peores pronósticos sobre nuestro país tendrían lugar.
Al actual régimen político colombiano solo le queda el garrote para confrontar las crecientes exigencias de nuestra sociedad. La violencia legítima y legalmente reglada es un instrumento excepcional de los estados democráticos. Aquí las protestas ciudadanas demostraron que la violencia gubernamental es cada vez más ilegítima, un inmenso peligro para cualquier sociedad que aspire a ser democrática. La matazón que tuvo lugar durante las semanas del paro, la mayor parte de cuyas víctimas se atribuyen a agentes del estado, hubiese obligado al gobierno a rendir cuentas ante el parlamento en un régimen democrático. Nada de eso ocurrió aquí, pues un congreso adicto a las prebendas con las que lo mantiene en estado de completa sumisión el Ejecutivo, escenificó una de las páginas más vergonzosas de su historia al permanecer arrodillado y callado, mientras la maldita violencia segaba vidas en las calles de nuestras ciudades. Y en cambio, pusieron a la fuerza pública a pagar los platos rotos por lo que los políticos han sido incapaces de hacer.
Si nuestro país necesita un primer y urgente cambio, es el de un gobierno que se niegue a usar la violencia desaforada contra sus ciudadanos. Concebir la violencia como primer recurso para someter a la ciudadanía es lo que ha convertido a nuestro país en un infame matadero. Mientras que la educación logró superar el tenebroso axioma de que la letra con sangre entra, quienes usurpan los derechos de la mayoría e hipotecan el control del estado creen, como hacendados del siglo XIX, que tenían derecho de horca, cuchillo y pernada, que al pueblo hay que acallarlo con la mayor violencia posible.
Olvidar la historia es en extremo peligroso. Hace más de dos siglos tuvo lugar la insurrección de los Comuneros, quienes asfixiados por el yugo colonial se levantaron a defender sus derechos. Un artero gobierno virreinal engañó y asesinó a sus dirigentes de manera infame. La sociedad colonizada aprendió la dura lección y a la siguiente oportunidad no se anduvo por las ramas, pasando a reclamar la independencia de la inepta y distante metrópoli española. De manera que aquí se juega con fuego al no comprender el grado profundo de desafecto ciudadano con el régimen. Aún hay tiempo para las reformas, pero este es cada vez más exiguo.
Necesitamos de una clase dirigente que practique la No Violencia frente a su propio pueblo. Y eso aplica no solo para quienes en un determinado momento conducen el estado. También es necesario ese compromiso con la No Violencia del lado de quienes hacen oposición. Y a esta todavía le queda un largo trecho por recorrer en ese sentido. Muchos de los políticos y dirigentes sindicales que han sacado pecho con la magnitud de las protestas y que han censurado, con razón, la violencia estatal, han sido en extremo tibios a la hora de censurar los abusos de los hooligans, que con su irresponsable comportamiento antisocial terminan haciéndoles daño a los más vulnerables. Son absolutamente injustificables las acciones de gamberros que llevan semanas bloqueando el transporte público y causando disturbios en algunas de las barriadas populares de Bogotá. Mal hace un sector de la izquierda al coquetear con esos grupos sin Dios y sin ley. Olvidan cuánto daño le causó a la izquierda colombiana el justificar la violencia subversiva. No se puede censurar al estado por su desbordada violencia y al mismo tiempo mirar al techo cuando los hooligans, camuflados de protesta social, les hacen imposible la vida a decenas de miles de personas en sus barrios.
La No Violencia no solo es más eficaz para renovar la relación entre la sociedad y los gobernantes. Ella encierra también una poderosa fuerza moral, algo que tanta falta nos hace en circunstancias en las que casi todo lo que se relaciona con los asuntos públicos se ve como delincuencial.