Decir que el país se encuentra rezagado en infraestructura de transporte es llover sobre mojado. Mucha tinta ha corrido señalando este rubro como el lunar más visible de los siete años que llevamos de gobierno Uribe, falencia resaltada inclusive por sus mismos partidarios.  Y si ya desde hace mucho tiempo el país nos tiene acostumbrados a las habituales novelas de incumplimientos, sobornos y demandas que acompañan a este tipo de proyectos, es aun más triste ver como acaba de pasar una década de auge mundial de inversión privada en infraestructura que el país desaprovechó sin mayor reparo. Parece ser que el rol que el transporte tiene en el crecimiento económico no ha sido bien asimilado por nuestros gobiernos, siendo uno de esos temas que es tratado como de tercer nivel y, peor aun, utilizado como moneda clientelista.  Un poco de historia nos muestra que grandes potencias económicas se han construido a partir del dominio de los medios de transporte: los fenicios y los ingleses con la navegación, la vieja Europa con el ferrocarril, los Estados Unidos con el sistema interestatal de autopistas, entre otros.  La inversión en infraestructura ha sido por siglos piedra angular del desarrollo económico de las naciones, tratada siempre bajo una visión de largo plazo. No es sorpresa que el despegue económico de los llamados países emergentes venga acompañado de grandes obras de infraestructura, con China a la cabeza. Nuestro país parece no haber entendido que todas las ventajas competitivas que podemos tener para la producción en términos de costos de mano de obra son eclipsadas por los altos costos logísticos de transporte y distribución, producto del atraso vial (y férreo).  Y mientras queramos competir industrialmente con países similares, este atraso siempre inclinará la balanza hacia estos últimos. Sin ir más lejos, vecinos como Chile, Brasil, México e inclusive Perú, presentando crecimientos económicos similares a los de Colombia bajo el gobierno Uribe, decidieron invertir sus recursos en autopistas, ferrocarriles, puertos, aeropuertos y hasta vías marítimas para mantener sus ventajas competitivas. Desafortunadamente, Colombia se ha quedado corta en este aspecto, y en un periodo en que los líderes mundiales en materia de concesiones intervinieron en todo tipo de proyectos en América Latina, el país no sacó ninguna licitación seria que hubiera incentivado la participación privada de estas empresas.  Basta ver como estuvieron de compras las grandes empresas españolas y portuguesas (Dragados, Ferrovial, OHL, FCC, Brisa) en México, Brasil y Chile, éste último inclusive con inversiones de países como Francia y Suecia. Siendo justos, hay que aclarar que el lío jurídico que representó la carretera hacia la Costa Caribe con la concesión Commsa no ha ayudado a cimentar la famosa confianza inversionista. Y aunque en ciertos sectores haya una voluntad sincera de estructurar estos proyectos para que esta historia no se repita, la lección parece no haber sido aprendida y vemos como la renovación del aeropuerto El Dorado está siguiendo un camino peligrosamente familiar, con diseños que cambian constantemente, conceptos del Consejo de Estado y obras retrasadas. Evidentemente, lo ideal sería que el país pudiera financiar sus necesidades en materia de infraestructura con capital público y de organismos multinacionales para así no tener que ocuparse de satisfacer los caprichos e intereses de accionistas privados. Pero Colombia no cuenta con la capacidad financiera para hacer esto, y al margen de discusiones de capacidad de manejo y mitigación del riesgo, el involucrar empresas privadas puede ser visto como un mal necesario. Tanto así que Estados Unidos, un país rico que tradicionalmente ha financiado y manejado su red de autopistas a través de organismos públicos, cada vez se ve más en la necesidad de atraer capital privado. Al haber relegado los programas de infraestructura a un segundo plano, Colombia ha dejado pasar una oportunidad de oro en términos de acceso a capital privado. Porque no hay que decirse mentiras: contrario a lo que los titulares de prensa puedan señalar, no son las empresas líderes del mundo las que se interesan en el Túnel de la Línea, la Autopista del Sol y la Avenida de las Américas.  Los participantes son más bien empresas de menor nivel con costos de capital más elevados que seguramente hoy tendrán mucho más difícil acceso al capital que el que tenían hace un par de años, cuando éste parecía ilimitado. Y así, el país terminará pagando más caro por obras que hubiera podido financiar más fácilmente si no hubiera gastado tanta energía en preocuparse por referendos y reelecciones. * Santago Arroyo tiene maestría en Ingeniería de Transporte y Finanzas de la Universidad de Princeton y trabaja como responsable económico y de transporte para Vinci en Francia (www.vinci.com)