Quienes nacimos en la década de los 60, marcada por el deseo de transformación de los jóvenes alrededor del mundo, hemos presenciado una serie de megatendencias políticas, económicas, tecnológicas, sociales y culturales. A menudo complejas y difíciles de comprender, estas megatendencias han generado en nosotros miedo, esa fuerte emoción que surge “ante un peligro real e inminente que se vive como arrollador y que pone en riesgo la salud y la vida”, como bien lo describe el maestro Rafael Bisquerra.
En mi infancia, recuerdo escuchar a los adultos hablar sobre la amenaza nuclear, un temor que se reflejaba en expresiones de la cultura popular, como en la película ‘El día después’ con Jason Robards, John Lithgow y William Allen Young. Este miedo era el resultado de la tensión de la Guerra Fría, con la crisis de los misiles en Cuba en 1962 como antecedente. Otros temores de la época incluían la angustia de los jóvenes por la guerra de Vietnam, los efectos de la discriminación racial en la vida cotidiana y el terrorismo, con secuestros de aviones y tomas de rehenes que conocíamos a través de los medios tradicionales: la televisión, la radio y los periódicos que llegaban a nuestras puertas cada mañana.
Después aparecieron nuevos miedos causados por la crisis energética y la escasez de combustibles. Las imágenes de largas filas en las estaciones de gasolina estadounidenses demostraban la vulnerabilidad de las economías ante la dependencia del petróleo. También fuimos testigos de la fuerza implacable de la naturaleza, que se manifestó en terremotos devastadores en Nicaragua, Guatemala y China, y de cómo el horror de la guerra persistió como una constante fuente de temor.
Durante los años 80, desde el colegio, observamos con inquietud las amenazas emergentes: los desastres naturales como el terremoto en México, la contaminación radiactiva ante la catástrofe nuclear de Chernóbil y la aparición de enfermedades como el SIDA, causada por el VIH, que en aquel entonces era poco comprendida debido a la falta de información sobre sus causas y consecuencias en el mundo. Estos miedos, aunque distintos en naturaleza y origen, compartían una característica común: la capacidad de alterar profundamente nuestra percepción de seguridad y normalidad.
En mi adolescencia, empecé a entender realmente el contexto y los dolores de nuestro país, presenciando eventos como el terremoto de Popayán, la tragedia de Armero, la toma del Palacio de Justicia y la violencia del narcotráfico, que se manifestó en asesinatos que sembraron terror en los colombianos, como los de Rodrigo Lara y Luis Carlos Galán.
Mi juventud, dedicada al estudio de la economía, me permitió comprender los miedos de la sociedad frente a las crisis económicas y su efecto en el desempleo y los ingresos familiares, así como reconocer que una crisis en una nación o región puede tener repercusiones globales, como ocurrió con la crisis financiera asiática de 1997 y la crisis rusa de 1998, especialmente en un contexto de globalización e interdependencia económica. Además, empezaron a escucharse advertencias sobre los riesgos de un capitalismo salvaje, con crecientes brechas de desigualdad y falta de regulaciones necesarias para proteger el bien común.
La adultez, comúnmente descrita como la etapa más larga de la vida, pero que en mi experiencia ha transcurrido con rapidez, quizá por el ritmo acelerado de los acontecimientos históricos, nos ha confrontado con nuevos miedos. Los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, con imágenes en directo del atentado y las ruinas del World Trade Center, mostraron nuevamente la crueldad del terrorismo. Más adelante, enfermedades como el SARS en 2003 y la gripe A (H1N1) en 2009, con su incierta propagación, fueron el preámbulo al temor global que años más tarde desataría el Covid-19, poniendo a prueba los sistemas de salud pública en el mundo.
Ahora, a mis 55 años y acercándome a la vida plateada, observo en la población mundial miedos relacionados con los efectos del cambio climático, crisis humanitarias en diferentes lugares del mundo, nuevas pandemias, guerras regionales, terrorismo internacional, rápidos cambios demográficos, inestabilidad económica, proliferación de la desinformación, discriminación, violación de nuestra privacidad, ciberdelincuencia y crecientes amenazas a la salud mental, especialmente en los jóvenes. En Colombia, agregamos nuestros propios miedos producidos por el narcotráfico, el conflicto armado, la corrupción, las bandas criminales y la inseguridad en la vida cotidiana.
Nuestros miedos eran otros, pero siempre surgen nuevos de acuerdo con el contexto socioeconómico y cultural en el que vivamos. Algunos persisten incluso de generación en generación, como si estuviéramos condenados a tener que soportarlos. Ante esa realidad, la pregunta es: ¿Cómo respondemos como sociedad a estos miedos?
El primer paso es abordarlos con calma y serenidad, identificándolos y reconociendo sus orígenes para luego aceptarlos, tanto individual como colectivamente, y evaluar su verdadero riesgo. Después, debemos enfrentarlos con valentía, con la ayuda de una red de apoyo consolidada que nos permita no solo superarlos, sino, lo que es más importante, aprender de ellos. Si no gestionamos adecuadamente nuestros miedos, corremos el riesgo de caer en emociones más complejas como la ira, que nos empuja hacia decisiones que profundizan nuestros dolores, la violencia y la polarización en la sociedad colombiana.