Vale la pena detenerse en las imágenes. Márquez, en su condición de líder, es el único que porta el uniforme de fatiga que caracteriza a la guardia venezolana; no debe ser coincidencia. Sus compañeros, también engalanados para la ocasión, exhiben el armamento que suele portar un grupo armado que se apresta para afrontar batallas en campo abierto. Esa escenografía no corresponde al discurso, pues no se pretendería enfrentar a las fuerzas del Estado, según se nos dice, sino castigar a las oligarquías y a los corruptos, tareas que tendrían que realizar grupos reducidos, capaces de mimetizarse para actuar por sorpresa. Para esto no se necesitan armas largas ni, mucho menos, un vestuario delator. La puesta en escena también es discordante con las posibilidades del grupo insurgente: la antigua guerrilla de la que hicieron parte, intentó, sin éxito, una lucha insurreccional de dilatada duración. No tuvo la capacidad bélica; tampoco el apoyo popular indispensables para tomarse el poder. Replicar en la Colombia de hoy, ya terminada la guerra fría, el triunfo de la revolución cubana en 1959 constituye una utopía delirante. El telón de fondo contiene la clásica iconografía de las Farc-Ep, en un intento por mostrar que la vieja guerrilla fundada por Manuel Marulanda sigue intacta, pasando por alto que la mayoría de sus integrantes hicieron el tránsito hacia la política civil, propósito en el cual persisten. Ese telón y las cortinas laterales, que reproducen las figuras de los integrantes del santoral fariano, crean un recinto cerrado, una especie de estudio de televisión, quizás para ocultar que el evento ocurre fuera de nuestro país. La promesa de crear una “Nueva Marquetalia” es otro exceso retórico. Según el mito fundacional de las Farc, en ese municipio del Tolima se refugiaron un conjunto de campesinos perseguidos por el Estado hasta cuando el Ejército lo sometió a su control en 1964. Si Álvaro Gómez viviera hoy y, de nuevo, hablará del peligro de que proliferaran las llamadas “repúblicas independientes”, la gente pensaría que es un bromista (él que era un hombre serio y adusto). En sus declaraciones iniciales, el Gobierno graduó a Márquez y su banda como meros delincuentes, negándoles toda intención política. Yo cometí ese mismo error en mi columna de la semana pasada. La realidad es más compleja. Por supuesto, integran un grupo delincuencial; hay buenas razones para suponer que sus miembros están profundamente comprometidos con el narcotráfico; el antiguo jefe negociador de las Farc regresa a la actividad subversiva para evitar su extradición con base en las pruebas que el pariente Marín entregó en los Estados Unidos. Pero por absurdo e irrealizable que nos parezca, subyace, en este reciente pronunciamiento, un afán de transformación de la sociedad. Si así no fuera, la ceremonia de la semana pasada habría sido una mera estupidez. Esto se dice no para suscitar indulgencia o para proponer un proceso de negociación, sino para que cabalmente nos percatemos de los riesgos de atentados terroristas, en especial contra ciertos grupos de personas, incluidos los dirigentes del partido Farc, que pasan a ser los peores enemigos de los que fueron sus compañeros de armas. El crimen de la candidata a la alcaldía de Suárez, Cauca, su madre y acompañantes, tal vez no sea un evento asociado exclusivamente con negocios de coca; alguna dimensión política ha de tener. Como el video de Márquez tuvo móviles políticos, es normal que produzca efectos de ese tipo. El Presidente Duque fue claro en que tiene la intención de cumplir los acuerdos en los territorios, como desde el comienzo del Gobierno viene sucediendo en medio de comprensibles dificultades; igualmente, la de preservar el marco institucional pactado en el Teatro Colón. Esto puede interpretarse como una renuncia tácita a la realización o respaldo de ajustes normativos; las promesas de campaña, cuando no son viables, hay que dejarlas atrás. A su vez, el presidente Uribe propone “bajar” los acuerdos de la Constitución. Esa iniciativa carece de factibilidad; se la puede entender como una estrategia electoral, comprensible en quien siempre fue adversario a los pactos con la guerrilla adelantados por Santos. Estas nuevas diferencias entre el actual presidente y el jefe de su partido pueden dificultar aún más unas relaciones que, hasta donde se sabe, son cordiales, aunque no exentas de complejidad. La firme defensa del Acuerdo, que con total claridad han asumido los dirigentes del partido Farc, es un factor positivo de enorme importancia que obliga al Estado, los partidos y las élites sociales, a escuchar con atención sus observaciones y críticas. Resulta paradójico que el cisma de Márquez y sus colegas, aunque estaba anunciado, les puede perjudicar en términos electorales habida cuenta de que su sigla, y la del grupo subversivo emergente, es la misma. De todos modos, su caudal popular es reducido; no parece que vaya a crecer en el futuro. Los jueces no salen fortalecidos con este episodio. Cómo olvidar que la Corte Suprema, por haber omitido una medida de aseguramiento a Santrich, le permitió escapar. La JEP resulta igualmente perdedora: no solo no ha resuelto su extradición, año y medio después de solicitada, sino que, además, solo vino a expulsar a los guerrilleros reincidentes ahora que salieron en el video. Sabía, y sabiéndolo no actuó, que habían roto con el proceso de paz. Esas tardanzas y omisiones erosionan su credibilidad. Grave por cuanto ella es uno de los ejes del pacto refundacional de la patria suscrito con la guerrilla. Briznas poéticas. Sumergido en el más profundo erotismo, Cortázar escribe: “No me des tregua, no me perdones nunca. / Hostígame en la sangre, que cada cosa cruel sea que tú vuelves. / (…) No me pierdas como una música fácil, / no seas caricia ni guante; / tállame como un silex, desepérame”.