En el acuerdo sobre el campo anunciado hace unos días por el gobierno y las Farc se dicen cosas obvias, sabidas y resabidas, se hacen propuestas de soluciones a necesidades conocidas y reconocidas desde hace muchos decenios. Devolución de tierras expoliadas, reparto de baldíos, distritos de riego, asistencia técnica, vías, créditos. Tienen razón los uribistas cuando dicen que para salir con eso no era necesaria una discusión de un año en Cuba: bastaba con hacerlo. ¿Por qué pactarlo con las Farc?La respuesta también es una obviedad: porque las Farc están ahí. Y están ahí, echando bala en el campo, porque esas cosas obvias nunca se han hecho. Son de sobra sabidas: creo que figuran en el programa liberal de la Convención de Ibagué de 1922. Intentó ponerlas en práctica el primer gobierno de López Pumarejo, con la Ley de Tierras de 1936. De nuevo se esbozaron con la creación del Incora en tiempos de Alberto Lleras, en el 61. Y una vez más con la reforma agraria iniada por Carlos Lleras en el 68. Y siempre se frustraron en el siguiente turno conservador de nuestra historia pendular, y en medio de la sangre: con la violencia bajo Gómez y Ospina en los cuarenta y los cincuenta; con la ‘operación Colombia’ del plan Currie para vaciar los campos de campesinos en los sesenta, bajo Valencia el ’pacificador’ que bombardeó Marquetalia; con el pacto de Chicoral de los terratenientes bajo Misael Pastrana en el 73, Luego vinieron los narcotraficantes y finalmente los paramilitares. Porque lo cierto es que no en todo han sido iguales en los últimos cien años los gobiernos conservadores y los liberales.Las cosas no se han hecho –vuelvo atrás– porque la reacción conservadora no lo ha permitido. La transformación y modernización del campo es necesaria para que no se instale la violencia. Pero es innecesaria si se prefiere la violencia, como es el caso para la extrema derecha (y para la extrema izquierda). Si el acuerdo para la pacificación del campo ha tenido que hacerse con las guerrillas es porque las guerrillas surgieron como consecuencia de la oposición de la extrema derecha a la transformación del campo. Esa que se ha hecho en el mundo entero, pasando del feudalismo al capitalismo (da igual si es privado o si es capitalismo de Estado). Salvo aquí. Aquí seguimos con el mismo campo del siglo XVIII.Sacar el campo colombiano de la época feudal sería una revolución. No la que pretendían las Farc: una revolución en la propiedad de la tierra, a la cual, visto lo acordado en La Habana, ya no aspiran ni siquiera en la retórica. Por eso en el comunicado conjunto aceptan el lenguaje del gobierno: reforma rural, acceso y uso de la tierra, formalización de la propiedad, sujeción al ordenamiento constitucional y legal, seguridad jurídica... Cosas todas que el establecimiento en su conjunto acepta, y hasta promueve. Y que solo chocan ya con la extrema derecha, hoy encarnada en el uribismo. Y choca con ella porque no quiere que el campo deje de ser suyo y feudal.Pero para esa revolución necesaria del campo, además del obstáculo de la derecha rural y violenta encarnada hoy en el uribismo (que más que una facción política es un estado de espíritu), hay otro obstáculo: la esquizofrenia del gobierno de Juan Manuel Santos, o de la personalidad del presidente. Santos quiere pasar a la historia como un gran reformador, a la manera de López Pumarejo. Por eso firma con las Farc acuerdos para transformar el campo. Esa es su ambición liberal. Pero su convicción íntima es neoliberal, y lo lleva, a la vez, a firmar a troche y moche acuerdos de libre comercio como los negociados por su antecesor Uribe que, ya demostradamente, arruinan ese mismo campo.Esa contradicción, sin embargo, se resolverá sola si se llega en La Habana a un acuerdo que ponga fin al conflicto. Porque quitado de en medio “el estorbo de las armas”, como lo llama el alto consejero de paz Sergio Jaramillo, el camino va más allá de Santos. Pues es ahí cuando se abre en Colombia la posibilidad de una izquierda que no cargue con el lastre de la lucha armada. Y miren entonces lo que pasó en el Brasil.Así que, por primera vez en muchos años, veo motivos para el optimismo.