Órale güey, le advierte el policía, no apuntes tu cámara hacía nosotros. Por qué, pregunta sorprendido el camarógrafo que acompaña al corresponsal extranjero. Porque los fusiles que llevamos son prestados, responde el policía, y si eso sale en el noticiero nos metes en un problema. Ocurrió el año pasado. Me lo contó un periodista británico. En un pueblo de México. Como muchos pueblos de México en los que todo está revuelto. Narcos, políticos, militares, empresarios, bandidos, terratenientes, alcaldes, comerciantes, grupos armados. Todos están metidos en el mismo pastel. Parcero, le advierte el policía de civil que lleva una pistola nueve milímetros en la pretina y señala hacía un grupo de mujeres, te puedes comer a cualquiera de esas viejas que ves allá menos a la culona porque si te la comes te mato. Ocurrió este año. Me lo contó alguien que andaba por allí ganándose la vida y se salvó de que lo mataran. En un pueblo de Colombia. Como muchos pueblos de Colombia en los que todo está revuelto. Narcos, políticos, militares, empresarios, bandidos, terratenientes, alcaldes, comerciantes, grupos armados. Todos están metidos en el mismo pastel. La colombianización de México es una mentira. Enseñarle a la criminalidad mexicana la manera de traficar o cómo se mata es como ir hasta el campo de entrenamiento del Barça para enseñarle a Messi como es que se hace un regate. Los mexicanos saben tanto o más que los colombianos sobre estos menesteres. Es más, lo hacen como los colombianos, con un escapulario en la mano. La mexicanización de Colombia es una verdad. No es cierto que el Estado le esté ganando la guerra al crimen. Todo lo contrario. Son cada vez más los componentes del Estado que se pasan al bando de la criminalidad. Como en México. En Colombia la criminalidad asociada a funcionarios estatales es recurrente y en algunos casos, como sucede con miembros de los aparatos de seguridad, la actividad ilegal es del Estado contra el Estado y afecta también a muchos ciudadanos que ejercen oficios relacionados con la formación de opinión pública. Tanta alharaca sobre los abusos en los estados totalitarios y resulta que en Colombia, “la democracia más sólida de Suramérica”, se volvieron comunes las escuchas telefónicas y la intervención de los correos electrónicos sin previo mandato legal. La delincuencia empotrada dentro del Estado y extendida en términos espaciales y temporales. El poder disuasorio del aparato judicial de nada ha servido. La Corte Suprema de Justicia condenó a decenas de congresistas por paramilitarismo pero, como en las carreras de relevos, el testimonio lo tomaron las esposas, los hijos, los maridos, las amantes. El DAS fue disuelto, entre comillas, pero las acciones ilegales contra la ciudadanos influyentes no han cesado. Escuché decir a un analista colombiano que los gobernantes del país han sido buenos vendedores. Le han vendido al mundo que Colombia es un país chévere en los que el principal problema ha sido el conflicto, mejor, que una “gente mala” quiere acabar con las instituciones a tiros. El mundo se lo ha creído y de esta forma se han solidarizado con Colombia enviándoles dinero y apoyo bélico para borrar a los “malos” y dejar sólo a los “buenos”. No, continua el analista, así no es la vaina. La principal amenaza de Colombia es una vaina que ha pasado a llamarse “macrocriminalidad”, es decir, una suerte de organizaciones compuesta por empresarios de la ciudad y el campo, políticos de turno, funcionarios de Estado que tienen armas y uniformes y chicos caribonitos que andan detrás de grandes negocios legales e ilegales. Estas organizaciones elaboran panfletos amenazantes, interceptan comunicaciones, hackean cuentas e intoxican a la opinión pública con rumores y noticias falsas empleando las cuentas de twitter porque saben que en el país hasta el perro, el gato y el loro tienen un celular conectado a Internet. Como último recurso quedan las pistolas para pegarle unos tiros a una periodista, un líder campesino o un joven político local que están hablando más de la cuenta, haciendo paros o atravesados en el camino. Bogotá, se está volviendo una gran isla de no sé cuántos millones de habitantes en donde la vida transcurre “correctamente”, como en el DF (Ciudad de México). Pero en el resto de Colombia, lo mismo que México, la realidad va por otro lado. Entre más nos alejamos de Bogotá, del DF, las cosas se van ensombreciendo, hasta toparnos con lugares terriblemente oscuros. ¿Qué hacer? se preguntó alguien un día del año 1902 y escribió un libro. Esta porquería, por supuesto, no se resuelve escribiendo un libro que nadie va a leer. Se podría pensar en una solución cinematográfica tal como lo hacen el congresista Francis Underwood y su esposa Claire en la serie House of Cards. Una pareja de malandrines que no se detienen en nada para conseguir sus fines. Me explico: buscar a alguien que haga de fontanero y retire todo el fango acumulado y desatasque las cañerías del Estado colombiano a fin de que el agua limpia vuelva a circular. Violencia con más violencia. No. Por ahí no es. Para acortar los tiempos y los muertos lo más recomendable es que las élites del país se pongan de acuerdo con sus secuaces y acuerden entre ellos la manera de limpiar las cañerías del Estado. Sólo así, siendo realista, se puede pensar en un acuerdo de paz con enfoque territorial. El lio no está en Bogotá sino en los territorios donde el papel no vale un centavo y la fuerza lo vale todo. 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