Esta semana, el ministro de salud de Alemania alertó a sus conciudadanos que se hallan ante una nueva ola del coronavirus en la que los más afectados son los no vacunados, y eso en un país riquísimo en el que solo un 66 por ciento de la población acudió a vacunarse. A su vez, el director de la OMS para Europa, Hans Kluge, advirtió que en los próximos tres meses Europa podría registrar más de medio millón de muertes. Un tercio de los alemanes, en un país que es también una potencia científica, no ha querido vacunarse. Lo que abre, tanto en aquella sociedad como en la nuestra, el interrogante acerca de las implicaciones morales y éticas que entraña no solo para quien no lo hace –sino para quienes le rodean– la decisión de no vacunarse.
Aquí, un funcionario del Ministerio de Salud le dijo a la W Radio que “hasta la fecha se han aplicado 48 millones de dosis, de las cuales 30 millones corresponden a primera dosis y 21,5 millones a esquemas completos de vacunación”. Lo cual significa que somos un país muy vulnerable al fenómeno que tiene lugar en Alemania y en otros lugares de Europa, la pandemia de los no vacunados, como lo evidencian las cifras dadas por el funcionario Bermont Galavis a la W: “Así, para completar el 70 por ciento de la población, hacen falta 5.700.000 colombianos que se apliquen la primera dosis”. Y su conclusión ante cifras tan precarias fue lapidaria: “Tenemos […] disponibilidad total de vacunas. No hay excusa para que una persona diga que no se ha podido vacunar. El que no esté vacunado es porque no ha querido”.
El libre albedrío es una conquista de la cultura occidental que fue cultivada por la variante latina del cristianismo. ¿Pero qué ocurre cuando el libre albedrío, que en términos contemporáneos ha sido llamado el libre desarrollo de la personalidad, choca contra los derechos de los otros?
Radio Canada International resumía hace unas semanas las duras medidas adoptadas por el gobierno de ese país para obligar a empleados públicos y a contratistas del estado a vacunarse: “Para salir del estancamiento en los niveles de vacunación, el gobierno federal exigirá a todos sus empleados en los principales servicios de la administración pública, así como a los miembros de la Real Policía Montada de Canadá que estén completamente vacunados o que soliciten una exención médica o religiosa antes de finales de octubre”. Los contratistas federales también fueron cobijados con la medida. “Los empleados no vacunados tendrán prohibido acudir al trabajo, ya sea en persona o a distancia, estarán en baja administrativa y no recibirán un salario. No tendrán derecho a las prestaciones del seguro de empleo y hasta podrían perder su trabajo”.
El primer ministro Trudeau defendió así sus draconianas acciones: “Estas medidas sobre los viajes, junto con la vacunación obligatoria para los empleados federales, son las más fuertes en el mundo porque cuando se trata de mantenerte a ti y a tu familia a salvo, cuando se trata de evitar cierres para todos, no es momento de aplicar medidas a medias. Si has hecho lo correcto y te has vacunado, te mereces la libertad de estar a salvo del covid-19. De tener a tus hijos a salvo del covid-19. De volver a hacer las cosas que te gustan”. Canadá, una de las democracias más amplias del mundo, no ha vacilado entonces en la restricción del libre albedrío ante el deber de vacunarse.
La globalización ha acelerado nuestra vulnerabilidad laboral, emocional, física. Los duros impactos de la conversión real del mundo en un pañuelo ya no pueden afrontarse con raseros incluso del más reciente pasado. No solo es el cambio climático, cuyos efectos el papa Francisco ha comparado con los de las guerras mundiales, el que exige medidas impensables hace unas décadas. La pandemia ha reiterado esa inmensa y peligrosa vulnerabilidad que la globalización trae consigo y frente a la cual, las democracias están obligadas a trabajar nuevas maneras tanto éticas como legales, de asumir nuestras responsabilidades como individuos ante el colectivo.
Hay crecientes sospechas de que la ciencia, convertida en un multibillonario negocio –al igual que la tecnología– no actúa de manera ingenua y se adentra en campos que nos hacen erizar, puesto que no alcanzamos a imaginar lo que puede derivarse de una experimentación sobre la que los simples mortales, e incluso la mayoría de los gobiernos, no tenemos ningún control. Y esto, juntado con la conspiranoia que se apoderó de tantos espíritus, crea el caldo de cultivo para el negacionismo ante las vacunas. Pero de allí a ponerse en riesgo a sí mismo y a quienes nos rodean rechazando la vacuna, hay una frontera peligrosa que no deberíamos cruzar.