El más reciente informe publicado por el Ministerio de Educación a través del Sistema Nacional de Información de Educación Superior, SNIES, aporta datos importantes que confirman las complejas limitaciones de nuestra educación superior, a su vez reflejo y consecuencia de la que afectan a la economía. Somos un país pobre y superficial, con un modelo económico extractivo y un sistema educativo precario, que no trabajan juntos y andan lejos del conocimiento y la innovación que sustentan los sectores industriales y de servicios sofisticados que impulsan el éxito de los países más avanzados. El informe del SNIES señala que, a diciembre de 2017, ocho de los diez programas de pregrado con mayor matrícula en el país estaban en el área de administración, uno en psicología y el otro en pedagogía infantil. El liderazgo en número de matriculados lo tenían de lejos el Sena (467.000 estudiantes) y la Universidad Minuto de Dios (119.314), seguidos a distancia por las únicas universidades con más de 40.000 estudiantes: Unad (64.327), la Universidad Nacional (53.067), la Universidad Cooperativa (47.783), el Politécnico Grancolombiano (45.934) y la Universidad de Antioquia (40.446). Una mirada simple al listado de los programas con mayor demanda confirma la indiferencia generalizada por la ciencia y la investigación. También que la educación superior y el mercado laboral transitan por caminos diferentes y lejanos. Los 2.363.766 estudiantes, en pregrado y posgrado que había en 2017 tenían como destinos predilectos administración de empresas, derecho y psicología, mientras que las ingenierías tenían apenas 364.594 estudiantes, equivalentes a 15,42 por ciento del universo de matriculados. Esta es una información clave porque compromete a fondo la suerte presente y futura de los colombianos. Su expresión más preocupante es el desempleo. Debido a la caída de los precios del petróleo en el mercado internacional, desde 2015 comenzó a bajar la tasa de crecimiento y al mismo tiempo -aunque a ritmos diferentes- aumenta la tasa de desempleo, que afecta en especial a los jóvenes. Nuestro país es tierra de desigualdad y de informalidad por lo cual estamos viendo, cada vez con mayor claridad, los costos de la baja productividad del absurdo modelo al que seguimos atados y su incapacidad para aportar nuevos puestos de trabajo. La cobertura de la educación superior en Colombia pasó de 27 a 52,8 por ciento entre 2013 y 2018 y como en el resto de América Latina, la calidad mejoró durante las últimas décadas. Los retos ahora están en pertinencia y empleabilidad y en general en lograr que el sistema educativo consulte y atienda las exigencias del desarrollo. Desde ese punto de vista el avance de entidades que ofrecen educación virtual es alentador porque nos acerca a tendencias universales que abandonan los antiguos currículums, abarrotados de información inútil, y amplían la oferta de programas breves y prácticos, en materias y habilidades con demanda en el mercado, algunas interdisciplinarias. El objetivo es ampliar horizontes y fortalecer la capacidad de análisis y de acción de los alumnos desde diferentes perspectivas, una nueva realidad en la cual también será clave la oferta permanente de programas de reentrenamiento y de actualización. Los últimos datos del SNIES señalan que durante los años recientes crece el número de inscritos en nuestras universidades, pero desde 2016 disminuye en forma creciente e importante el de matriculados, lo cual guarda relación con la controvertida decisión de limitar la financiación del Icetex a aspirantes que ingresen a universidades acreditadas y en lo de fondo, a la búsqueda por los estudiantes de ofertas, dentro y fuera del país, más flexibles, más económicas y más conectadas con el empleo. Por eso la reforma profunda de las instituciones educativas y su conexión con la demanda laboral ya es, a estas alturas, un tema de supervivencia. El Consejo Privado de Competitividad señaló hace dos años que un trabajador en Colombia produce menos de la mitad que su par en Chile y menos de la cuarta parte que uno de Estados Unidos. Ningún problema de la agenda nacional es más grave y apremiante que la baja productividad de la economía. Y nada es más urgente para el futuro de nuestro país que definir, en una acción conjunta de los sectores público y privado, una estrategia de desarrollo productivo, sólida y de largo plazo, basada en conocimiento, creatividad e innovación. No podremos sobrevivir dignamente mucho más tiempo de actividades primarias o extractivas, de comercio y de franquicias, en un país rezagado en educación, ciencia y tecnología, con tan graves deficiencias en infraestructura, afectado además por corrupción galopante, instituciones débiles y falta de justicia. Para tener futuro necesitamos política agrícola e industrial, robustas y ambiciosas, desarrollar áreas estratégicas y crear alianzas poderosas entre empresarios, universidades y regiones. Eso está en la retórica de todos los gobiernos desde los años 90 pero no se registran avances. Herramientas como el informe del SNIES muestran la creciente gravedad de esa pasividad, de la insólita indiferencia del Estado ante la causa suprema del desarrollo y de la resistencia del sistema político y del aparato de justicia para reformarse y ponerse a la altura de los nuevos desafíos. Por su importancia este tema debería ser el principal de la agenda colectiva, objeto de discusiones profundas -y ojalá de acciones de gran alcance-, mucho más de las que suscita y convoca la tormentosa marcha del proceso de paz con las Farc, que es un tópico taquillero en las redes sociales, pero secundario entre las verdaderas prioridades del país.