En noviembre pasado un tribunal de Justicia y Paz le concedió la libertad a John Jairo Álvarez Manco, un ex paramilitar del Bloque Bananero de Urabá, quien cumplió ocho años en prisión, la pena máxima que se le impone a los desmovilizados de las AUC. Es el primero de los postulados a la Ley que recibe este beneficio, ya que al parecer cumplió todos los requisitos exigidos. La lista de los miembros de las AUC que probablemente saldrán a la calle este año es larga e incluye jefes como el 'Alemán', según anuncia el portal Verdad Abierta. Este hecho debería propiciar una reflexión seria sobre lo que ha significado el proceso de Justicia y Paz. Si la Ley fue pensada para garantizar verdad, justicia y reparación, en los tres aspectos el balance es agridulce, tendiendo al déficit o al fracaso. Muchas fosas de desaparecidos han sido ubicadas a partir de versiones de desmovilizados (se han exhumado más de 4.000), se han esclarecido masacres y asesinatos, e identificado apoyos y alianzas políticas. Sin embargo, el mapa completo de la violencia apenas empieza a ser dibujado por la Unidad de Contexto de la Fiscalía. Ha habido algo de verdad judicial, pero muy poca verdad histórica. La justicia tampoco ha sido mucha. Las sentencias no superan la treintena. Se han enviado miles de copias sobre empresarios, militares y funcionarios, que dormitan en expedientes nunca abiertos en la justicia ordinaria o que simplemente han sido cerrados. Multinacionales como Drummond y Chiquita Brands; agroindustrias del azúcar o la palma; fondos y federaciones de ganaderos que han sido profusamente mencionados en las versiones libres como grandes auspiciadores de las AUC, han pasado de agache. Y no está claro si en medio de los nuevos aires de reconciliación que soplan en el país algún día tengan que saldar cuentas con la justicia. En reparación el fracaso es monumental si se mide por entrega de bienes o incautación de los mismos a los jefes paramilitares. A grandes rasgos, si en algo se salieron con la suya estos señores fue en esta materia. Lograron mantener casi intactas sus redes de testaferros, y muchos de ellos han esperado con paciencia a cumplir sus ocho años con la convicción de que grandes fortunas los esperan afuera. Ahora, no hay que llorar sobre la leche derramada. Para los problemas tan graves de diseño y de contexto que rodearon la aplicación de la Ley de Justicia y Paz, antes es gracia que se haya implementado. Para empezar, esta fue una ley al servicio de un proceso retorcido que estaba a medio camino entre el sometimiento de unas estructuras mafiosas y un proceso de paz con organizaciones que tenían algún propósito político. Segundo, tuvo que superar obstáculos logísticos e institucionales enormes que se derivaron de la cantidad de postulados (más de 2.000) y hechos (más de 350.000). En tercer lugar, fiscales y jueces usaron el método del ensayo y el error y aprender en el camino, dado lo inédito de esta experiencia. Cuarto, la justicia ha tenido que actuar en medio del rearme de las estructuras criminales. Con todo y sus defectos, a la postre la aplicación de la ley permitió que las víctimas tuvieran mayor protagonismo y se convirtieran en una fuerza social importante en Colombia. Y que el país entendiera la importancia de tener una verdadera justicia transicional para afrontar la construcción de la paz, que es la tarea pendiente. No hay que engañarse. Con la salida de los paramilitares presos empieza el declive de Justicia y Paz. En pocos meses muchos de ellos estarán en la calle y aunque sus casos judiciales continúen, reconstruir la verdad será aún más tortuoso y que aporten a la reparación, un imposible. Es hora de pensar, por tanto, qué desenlace tendrá este proceso que quedó atrapado en las taras propias de nuestro sistema penal (como la lentitud y la falta de contexto) y cuyo aporte real a la reconciliación ha sido casi nulo. Twitter: @martaruiz66