Pido perdón por haberme unido al coro de ilusos que pregonaba que María Corina Machado lograría la proeza de derrotar a la tiranía. Por dejarme contagiar del entusiasmo de los ríos humanos que la acompañan. Me convencí de que Maduro no podría aniquilar el renacido soplo de esperanza.
Me equivoqué. No existe ni una rendija abierta a un futuro mejor.
Venezuela seguirá bajo el yugo chavista. Las elecciones libres fueron y siguen siendo una quimera. Gobernará Nicolás Maduro el tiempo que le provoque y lo sucederá otro igual de bandido. Ni siquiera se puede soñar con un legítimo golpe de Estado que derribe la criminal satrapía.
“Vamos a ganar por las buenas o por las malas”, declaró pletórico el déspota, con insolente descaro.
Maduro y sus matones midieron el aceite a la comunidad internacional y están matados de la risa. No atisban enemigo grande por ningún lado. Continuarán saqueando el país con desfachatez, encarcelando y matando a quienes los molesten, y no les pasará absolutamente nada.
Lo comprobaron cuando Biden, en 2022, liberó y mandó a Caracas a los sobrinos narcotraficantes de Maduro y Cilia Flores, apresados en 2015 y condenados, con irrefutables evidencias, a 18 años de cárcel. Los canjeó por directivos petroleros inocentes, secuestrados por la dictadura.
Volvieron a confirmarlo con Álex Saab, en una histórica bajada de pantalones que dejó al aire las vergüenzas de una Casa Blanca decrépita.
Por si aún nos quedaba un margen de duda de que pueden violar derechos con total impunidad, la despejaron con la reciente detención de Rocío San Miguel. Al consabido torrente de condenas de países democráticos por silenciar voces opositoras, respondieron pendencieros, impasibles y conscientes de su poderío: pongan el grito en el cielo, ladren duro, que no asustan. El lacayo-fiscal Tarek William Saab presentó una ristra de conspiraciones imaginarias, dignas de culebrón, lideradas, mintió, por San Miguel, y otro lacayo la encerró en una mazmorra y botó la llave. Será una rehén para intercambiar por mafiosos del régimen o para arrancar concesiones en las inocuas negociaciones de Barbados. Además de que, con la retirada temporal de unas cuantas sanciones económicas, regalo de Biden, rellenaron sus cuentas bancarias en paraísos fiscales para continuar su sabrosa vida de capos.
Prueba de la escasa importancia que conceden al aluvión de críticas fue la visita del canciller Serguéi Lavrov al Palacio de Miraflores. Aterrizó tras una escala en La Habana y una semana después del apresamiento de San Miguel en Caracas y del asesinato en una prisión rusa de Alexéi Navalni.
El experimentado ministro del zar reafirmó ante el mundo el respaldo incondicional de Rusia a la dictadura, suficiente pilar para sostenerla al infinito.
También habrá felicitado a Maduro por su habilidad para engañar a la Casa Blanca. Desnudó la política exterior de una potencia incapaz de mostrar algo más contundente que unas uñas, frágiles y desgastadas, que ni siquiera arañan.
De pronto, en un instante de confianza, compartió que la popularidad de su zar, agrietada por el desgaste que inflige la guerra de Ucrania, aconsejaba a su guardia pretoriana tomar medidas más drásticas para eliminar opositores que amenacen su omnímodo poder.
El caso Navalni es un buen ejemplo de esa evolución. En sus inicios de disidente, lo detuvieron varias veces por corto tiempo. Después, ante su negativa a agachar la cabeza, intentaron comprarlo y al no conseguirlo lo envenenaron. No hacía falta que muriera, solo asustarlo y empujarlo al exilio. De ahí que permitieran su traslado a Alemania para el tratamiento médico, convencidos de que se quedaría por fuera y su carisma se iría apagando.
Pero Navalni regresó a Rusia con una valentía a prueba de tiranos. Volvieron a encarcelarlo y lo mandaron al gélido Ártico. Cuatro años después, pese a confinarlo en un paraje inhóspito y lejano, y pensar algunos que su capacidad de atracción estaba derrotada, alguien consideró que todavía suponía un peligro para el Kremlin y lo asesinaron. Son legión quienes necesitan que nada cambie en Rusia para mantener sus privilegios y están dispuestos a todo por su propio interés y por el zar.
La última encuesta que conozco de Venezuela asegura que Nicolás Maduro conserva alrededor de un 30 por ciento de respaldo, suficiente para defender con violencia al heredero del coronel.
Si establecemos un paralelismo, podríamos señalar a María Corina Machado como la Navalni venezolana. De momento no deben pensar que haga falta arrestarla ni matarla. Con inhabilitarla, hostigarla y apresar colaboradores y personajes respetados como San Miguel, lo consideran suficiente. Después, ya verán. Pero nunca la dejarán llegar.