Petro es un viejo marxista a quien le encaja perfectamente aquella frase de Balzac que dice “el socialismo, que presume de juventud, es un viejo parricida: él es quien ha matado siempre a su madre, la República, y a la libertad, su hermana”. Petro nunca ha sido un demócrata, al contrario, su vida la ha dedicado a la demolición del edificio republicano. A eso se dedicó en sus 12 años de militancia en el M-19, y lo hizo a través de la violencia, que en el credo marxista no solo es justificable sino imprescindible como partera de la historia.

Pero, a pesar de la crueldad y los niveles de violencia a los que llegó el M-19, incluyendo la toma del Palacio de Justicia, que terminó en una pira donde ardieron vivos los magistrados, el edificio de la democracia siguió incólume.

Petro y sus compinches entendieron que la astucia de los barbudos de la Sierra Maestra no era posible replicarla en democracias, que el único camino era utilizar la democracia para llegar al poder y desde allí derogarla. Ya Allende había demostrado que un marxista sí podía ganar elecciones.

¿Abandonó Petro la violencia con su desmovilización? No, solo fue un cambio en la estrategia. A ella volvió a acudir en el fabricado “estallido social”, donde movió los hilos de crímenes atroces con su discurso de odio y se regocijó en la barbarie, como lo prueban sus trinos donde exultante ponía fotos de CAI en llamas con el texto “Arde Bogotá”.

Al final, consiguió el poder y desde el día uno se ha dedicado a lo suyo: destruir el edificio democrático para, sobre sus ruinas, edificar su propia torre de marfil. La democracia le estorba, en su delirio estatizante y dictatorial; en esa esquina autoritaria donde el socialismo y el fascismo se encuentran “todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”, decía Mussolini, que igual que Petro creía que el Estado estaba encarnado en él.

Por eso Petro no gobierna, Petro destruye. Todos los días se levanta con su cincel a derribar una pared aquí, o una columna allá, y tiene todo un ejército de obreros haciendo pequeñas roturas en la edificación, y a quienes en su discurso de andén de la marcha del 7 de junio emplazó: “Ministro o ministra que no haga caso se va”, como se ha ido una larga lista por no entender que a este gobierno se llegó a destruir.

Por eso los acuerdos con Petro son imposibles, porque no hay terreno común en cuanto a los fines del Estado. A Petro, por ejemplo, no le valen los argumentos técnicos que demuestran que su reforma a la salud va a deteriorar el servicio, para él solo importa destruir el sistema actual y hacer uno estatizado que se acomode a los planos de su edificio ideológico.

Ahora bien, edificio democrático tiene unos pilares que Petro necesita derruir, pero no puede tocar directamente, como son la prensa libre y la empresa privada. Eso explica su arremetida contra los medios, que está a punto de derivar en violencia, y su hostilidad y ataques al sector privado. Él sabe que la estructura no se sostiene sin esos pilares.

También hay unos cimientos que él no puede tocar, porque la incómoda separación de poderes se lo impide, por eso es tan importante que el Congreso no le apruebe sus reformas y que en caso de que la justicia no se arredre frente a los vicios de constitucionalidad que tienen. Esas reformas son las cargas de profundidad que pueden derribar nuestra democracia.

Hoy es claro que hay un duelo entre Petro y la democracia colombiana, ¿Quién ganara? Ojalá sea la democracia, porque estamos ante un desafío existencial; una vez se derrumba el edificio democrático, las atalayas de la dictadura no dejan levantarlo de nuevo. Por eso, este veinte de junio la marcha contra Petro tiene que ser abrumadora.