Todos los aspirantes a cargos de elección popular mienten. O seguro habrá quienes no, pero cuando se trata de querer ganar el voto todo se llena de promesas, gran parte de las cuales serán incumplidas: acabar la inseguridad, reducir el desempleo, proteger a los más pobres. Una campaña siempre tendrá estas promesas comunes, para seducir al elector.

Pero cuando Gustavo Petro decidió aspirar a ser presidente de Colombia, las promesas no giraron entorno a estos anhelos comunes, sino más bien a disipar los miedos que su figura generaba. Abiertamente de izquierda y con un pasado en la guerrilla del M-19, Gustavo Petro enmarcaba el miedo a la llegada del radicalismo de izquierda enmarcado, a su vez, en su peor versión: el chavismo. Cuando se pensaba en Petro presidente, saltaban los miedos de que Colombia se volvería “una Venezuela”, donde la elección de Hugo Chávez en 1998 marcó el inicio del fin de la democracia. Pero estos miedos siempre fueron objeto de burla y el Petro candidato siempre los desestimó.

Una y otra vez, Petro insistió en ser un demócrata, respetuoso de la institucionalidad, amante de la defensa de las libertades individuales, entendedor del equilibrio de poderes y consciente del papel de la prensa en la defensa de los valores democráticos. Reiteró que sería un presidente defensor de los valores democráticos. Una y otra vez, durante la campaña, Petro fue cuestionado sobre si cambiaría la Constitución para dar una nueva forma al Estado colombiano más afín a ese socialismo del siglo XXI que se consolidaba como el gran temor nacional de su mandato. Una y otra vez Petro candidato respondía, con sonrisas, que jamás cambiaría la Constitución de Colombia ni caería en las vanidades de la izquierda radical. Es famosa esa imagen de Gustavo Petro en la campaña del 2018 con una especie de mandamientos en mármol, junto a Antanas Mockus y Claudia López, en la que se compromete a no expropiar, a no convocar una Asamblea Nacional Constituyente y a respetar el Estado de Derecho, junto con nueve compromisos más que se supone eran garantía, tallada en piedra, de que su elección jamás pondría en peligro la democracia.

Dos elecciones después de esa foto, Petro candidato ganó. Su conformación de un gabinete técnico era la prueba de que sería este, como lo había prometido, un gobierno conciliador, dispuesto a consolidar sus apuestas en pro de una Colombia respetuosa de la institucionalidad, pero sobre todo, dispuesta a sanar tantas heridas del pasado, marcadas en una especie de cicatriz nacional que dejó el proceso de paz con las extintas Farc.

Pero muy pronto, Petro presidente empezó a despojarse de su carácter conciliador y demócrata y a mostrar ese talante autoritario que muchos temían pero que él y sus seguidores minimizaron. Se incomodó con sus ministros técnicos que le advirtieron de la inconveniencia de algunas de las medidas que le obsesionaban. Tales ministros fueron los primeros en salir de su gabinete, y Petro presidente lamentó gobernar con personas que consideraba de centro.

El carácter de Gustavo Petro empezó a ser más evidente con su ataque constante a los empresarios, su desprecio por los fallos judiciales que le eran contrarios, su señalamiento a todo aquél que lo cuestiona y, finalmente, su abierto llamado a ese “poder constituyente” que cada nada amenaza con convocar.

Hasta que su querer fue claro. La designación de Juan Fernando Cristo como ministro del Interior sinceró a un Gobierno que quiere convocar a una Asamblea Nacional Constituyente “bajo los parámetros de la Constitución de 1991”, dijo Cristo.

Poco a poco, el presidente Petro se fue despojando de los trajes que les permitieron a muchos pensar en campaña que era un demócrata que cumpliría sus promesas.

Gustavo Petro está desnudo, y su desnudez evidencia claramente su talante. Es un presidente autoritario, que seguirá graduando de enemigo a todo aquel que lo contradiga y que hará lo que tenga que hacer para imponer su visión de país, un país donde los empresarios son enemigos, la prensa es un estorbo y todo aquel que piense distinto debe ser calificado de fascista o paramilitar o cualquier calificativo que lo alinee en la orilla del exterminador de derecha.

La última batalla emprendida contra los periodistas que se han atrevido a cuestionarlo y contra la misma Fundación para la Libertad de Prensa (Flip), acusándola de mentir y querer destruir su gobierno, es la ya inocultable realidad de que Gustavo Petro arremeterá contra todo aquel que critique a su gobierno.

Me temo que esta infamia que hemos visto en los últimos días de un presidente acusando a periodistas de ser fichas de Israel, o de la extrema derecha, o de Pacho Santos, o de cualquiera que Petro vea como enemigo sumado a su intención de convocar una Constituyente, son muestras ya suficientemente claras del camino que emprende el país.

Es imposible no sentir miedo. Miedo de que todo eso que temían quienes señalaban a Petro de ser un radical de izquierda capaz de llevar al país a un gobierno autoritario sea cierto. Miedo de que abrir esa caja de Pandora de una Constituyente deje salir tantos demonios que hoy el ministro Cristo llama “ciencia ficción”, pero que fueron absolutas realidades en Venezuela. Miedo de que la polarización sea cada vez más profunda y las agresiones cada vez mayores.

Pero sobre todo, miedo de que para cuando el país se dé cuenta del rumbo que tomó, ya sea demasiado tarde.