La llegada al gobierno de una persona procedente de la guerrilla, Gustavo Petro, fue vista por la mayoría como una nueva oportunidad para el cambio, para la corrección de las inequidades sociales y para la superación de las malas prácticas políticas. Sin embargo, la desilusión ya se asoma.

La Constitución es el marco de la política, regula las elecciones, los partidos, la participación ciudadana, la representación, el acceso a los cargos de administración, la separación de poderes, y lo más relevante, los derechos de las personas que no pueden ser amenazados ni vulnerados por los gobernantes de turno. Cualquier cambio se debe y puede dar dentro de estas reglas de juego bajo el control de las altas corporaciones judiciales y los órganos competentes, con alternancia ideológica como ocurre en las democracias europeas y ha ocurrido en países como Brasil, Chile y Argentina. Petro no será la excepción.

Es más, se pueden adelantar reformas constitucionales, con las mayorías y procedimientos prestablecidos y los discutibles controles de fondo derivados de la doctrina de sustitución, acogida por la Corte Constitucional de tiempo atrás, aplicada a diferentes gobiernos. Ya veremos si retornamos a la anterior práctica de reformas que no benefician a quienes las proponen, sino a los siguientes gobiernos y congresos.

Más difícil, acudir al referendo con antecedentes poco o nada exitosos. Y una aventura inexplorada convocar a una asamblea constituyente en los términos del artículo 376. Ni hablar de una ruptura institucional para un nuevo orden incierto. Esos caminos son sinuosos y recogerían el desgaste de popularidad del gobierno.

La oportunidad histórica se diluye en el personalismo presidencial, la ingenuidad ambientalista, la simplicidad de la transición energética, el discurso populista de lucha de clases que no se compadece con la reconciliación social, la paz total de sometimiento del Estado a la delincuencia, la desmoralización de la fuerza pública, la incitación a las protestas y las disrupciones. En fin, en la contradicción y la incoherencia de patrocinar en teoría el capitalismo mientras se transita hacia un estatismo sin recursos que sacrificará a las generaciones futuras. Petro se extravía en la retórica global.

El nuevo gobierno se apoya en coaliciones políticas con partidos históricos y fuerzas establecidas, que rompen coherencia ideológica, conforman mayorías por participación burocrática y malas prácticas políticas. El cambio se ahoga en la política tradicional, en la mal llamada “mermelada” de las mayorías viciadas construidas desde el ejecutivo. Petro se pierde en el abrazo oportunista con la dirigencia que critica.

Petro insurgente, no apoya la autoridad ni la fuerza legítima del Estado, la relativiza entre guardias campesinas alevosas y futuras milicias políticas. Simplemente, debilita a su antiguo adversario y fortalece la masa de plaza pública que considera su base. Se tolera la invasión de tierras, los levantamientos y los atropellos, se desprotegen los derechos de propietarios y agricultores.

Se equivocó el camino, el proyecto de país para la vida, la antigua Colombia Humana, se pierde en odio velado, en deseo de revancha, en derrota para contendores. Se abusa del lenguaje y de los eufemismos, como si los hechos no se impusieran. Lo cierto es que el pueblo elector lo advierte y lo sabe.

Por fortuna, hay Constitución, reglas de juego, pesos y contrapesos, derechos y garantías, democracia, opinión pública e interlocutores calificados. No son enemigos internos del cambio propuesto de un gobierno que no coordina e improvisa.

El verdadero camino es el respeto de las instituciones, el funcionamiento de los controles y la garantía de los derechos de propios y contradictores. De lo contrario, solo quedará más violencia y caos.