Las modificaciones que Petro plantea para la primera línea del Metro de Bogotá tienen poco que ver con el bien común sobre el particular, pues parecen más un nuevo episodio de su vanidad infinita: él no soporta que el primer Metro que ruede por Bogotá sea obra de otros y no de su divina voluntad perfecta.
Seamos claros: esta no es una defensa del modelo elevado ni un ataque al modelo subterráneo. Mi queja contra lo que Petro pretende hacer tiene que ver con los retrasos y sobrecostos que su jugarreta le pueden acarrear a una ciudad que vive atrapada en un eterno trancón, y que necesita cuanto antes una línea de Metro, sea elevada, a nivel o subterránea.
En este drama, el papel de Guillermo Reyes, ministro de Transporte, ha sido notable: él mismo confesó en Cartagena el pasado 20 de octubre que Petro le había pedido al consorcio chino a cargo de la obra que modificara la primera línea. Luego, cuando el escándalo estalló, él mismo confirmó a varios medios de comunicación que el presidente sí se había reunido con los contratistas asiáticos para hablar del tema. El mismo día, a la misma hora, en el mismo lugar, la oficina de prensa de la Presidencia negó que hubiera existido dicha reunión. Reyes no cuidó las comunicaciones.
Lo cierto es que un ministro no puede estar tan equivocado. Concedamos a Reyes que él no padece de episodios de alucinación y que la reunión con los chinos sí tuvo lugar y sí se habló del tema. ¿Por qué el gobierno Petro está empeñado en negarlo?
La respuesta no puede ser más simple. Anunciar una modificación en la primera línea del Metro de Bogotá en estos momentos es un disparo en la pierna. Sumaría argumentos a aquellos que, con plena razón, consideran que Colombia ya no es un destino atractivo para invertir, pues no hay seguridad jurídica y no se respetan los contratos por parte del mismísimo Gobierno. Dicha noticia hubiera elevado, aún más, el ya estratosférico precio del dólar.
Tampoco puede entenderse cómo es que la declaración del ministro el 20 de octubre haya pasado de agache para todo el mundo. Si no fuera por mi denuncia del pasado lunes en Revista SEMANA, nadie estaría hablando del tema. Y no es cualquier cosa.
Modificar la actual línea del metro de Bogotá condenaría a la ciudad a dos escenarios: sobrecostos y retrasos. Lo de los sobrecostos es obvio, puesto que el kilómetro de metro soterrado es mucho más caro que el elevado, y ya tanto Nación como Distrito destinaron un presupuesto para la primera línea que evidentemente no alcanzaría para las modificaciones; en un escenario de recesión mundial para 2023, esto es grave. Y los retrasos son aún más obvios: en una ciudad que lleva un siglo hablando de su Metro sin ejecutarlo, modificar las actuales condiciones nos llevaría a que la primera línea no esté lista en 2028, sino en la siguiente década, mientras los ciudadanos siguen atrapados en trancones con una movilidad colapsada.
Otra cosa que no se ha considerado es la ficción del modelo de Petro en 2015. Sus seguidores están convencidos de que el entonces alcalde había dejado listo para ejecutar su Metro, pero lo cierto es que quedó sin documento Conpes, de importancia estratégica, ni tampoco tuvo los recursos por parte del Concejo, pues el cabildo no aprobó contrapartida alguna para financiar la totalidad del proyecto; luego de siete años es natural que todos sus cálculos deban recalibrarse. Incluso si lo que Petro pretende es que solo el tramo de la Avenida Caracas sea subterráneo, habría que hacer nuevos estudios que sean capaces de solucionar el embudo que se generaría cuando, en hora pico de la tarde, y cuando se desplacen de oriente hacia el suroccidente, los ciudadanos tengan que pasar de estaciones subterráneas a elevadas, donde el espacio y la demanda son menores.
Lo cierto es que Bogotá necesita un metro cuanto antes. Los ciudadanos pierden 100 horas al año en trancones y la situación se vuelve cada vez peor. Si de lo que se trata es de halagar el desmedido ego imperial de Petro, le sugeriría muy comedidamente que pase a la historia con la tercera, la cuarta y hasta la quinta línea del Metro de Bogotá, que pueden ser subterráneas e incluso tener estatuas del presidente en cada estación, como ocurría con el Metro de Moscú en épocas de Lenin. Pero, señor presidente, no nos embolate la primera línea.