Sin embargo, el caso del inmunólogo colombiano es particular. La utilización y el manejo que ha hecho de primates en su investigación sobre la malaria –que data de 1987, fecha desde la cual viene anunciando la vacuna y ha dispuesto de más de 20.000 monos– sobrepasa, de lejos, el debate sobre el uso de animales con fines de experimentación médica. En cambio, implica cuestiones tan sensibles y delicadas como los modos de obtención de los animales, su tratamiento y el cumplimiento de las normas que exigen, entre otras medidas, la conformación y operación de un comité de ética permanente.Estos temas fueron objeto de la justicia en 2013, cuando un fallo del Consejo de Estado anuló las resoluciones que autorizaban a Patarroyo a capturar primates y experimentar en ellos. El tribunal determinó, entre otros hechos: la falta de estudios exigidos por ley para otorgar licencias de uso de animales vivos, irregularidades en los procedimientos de movilización y confinamiento de los animales, incumplimiento en las tasas de repoblación de la especie, riesgos para la salud pública por anomalías en los protocolos de liberación de los primates tras inocularles el virus, inexistencia de un comité de ética, e introducción de especies extranjeras de primates con inobservancia de la Convención CITES, es decir, posible tráfico de fauna silvestre. En su momento, la revista Cambio denunció el caso por primera vez en 2007. Testimonios de empleados de Patarroyo e imágenes de primates aterrados, alopécicos, raquíticos, confinados en jaulas oxidadas con piso de barrotes y transportados en cajas con poca apariencia de legalidad y mucha de clandestinidad, ofuscaron los ideales de ciencia ética e indignaron hasta a los antropocentristas más furibundos. Estos elementos ayudan a ir precisando parte de la discusión. Una cosa es la experimentación en animales con fines médicos; otra, muy distinta, las malas prácticas que atentan contra la naturaleza, las personas y el derecho de los animales a ser protegidos de sufrimientos innecesarios, como obligan la ley y la jurisprudencia colombianas. En otras palabras, el ‘caso Patarroyo’, con sus micos, está lejos ser un buen ejemplo del debate sobre la experimentación en animales. Al contrario, ilustra procederes vergonzosos y reprochables que, por decencia, deberíamos rechazar cualquiera fuera nuestra idea de ciencia e, incluso, nuestra posición con respecto al reconocimiento de derechos a los no humanos.  La cuestión del uso de animales con fines experimentales es de otro talante. Los científicos avanzan sobre lo que en el ámbito se conoce como ‘las tres erre’ –reducir, refinar y reemplazar el uso de animales– y en el desarrollo de modelos alterativos como simulaciones por ordenador, ingeniería tisular y tecnologías con células madre. De hecho, la legislación colombiana exige demostrar, previo a autorizar el uso de animales vivos, que los procedimientos no pueden ser sustituidos por cultivos de tejidos, modos computarizados u otros procedimientos análogos. Lamentablemente varios de los hallazgos del Consejo de Estado sobre el ‘caso Patarroyo’ señalaron, también, una ‘absoluta permisividad’ de las autoridades públicas en la concesión y renovación de las licencias de caza y experimentación.Creo, como la filósofa Martha Nussbaum, que en este y otros escenarios de conflicto ‘seguirá habiendo un residuo de tragedia imposible de eliminar en las relaciones entre humanos y animales’. Sin embargo, mientras los animales sean utilizados en experimentación –un hecho al que me opongo con criterios éticos– deberían concentrarse los mayores esfuerzos y recursos en desarrollar métodos alternativos y adoptarse medidas innegociables como extremar los requisitos para su uso, refinar los protocolos para salvaguardar al máximo su bienestar, limitar drásticamente el tiempo de pruebas y el número de animales, prohibir el uso de animales complejos desde el punto de vista cognitivo y de la sentiencia, autorizar solo investigaciones de incuestionable trascendencia (como se viene haciendo con la prohibición del uso de animales en experimentación cosmética) y robustecer los métodos de control y vigilancia por parte de los comités de ética, entre otras. Un buen punto de partida podría ser aceptar que la experimentación en animales es moralmente incorrecta porque daña a seres sensibles, capaces, inteligentes y con intereses autónomos en su propia vida y bienestar. Así, probablemente, seríamos más cuidadosos y responsables al pretender zanjar discusiones profundamente éticas mediante afirmaciones cerradas como la de ‘hay que salvar vidas humanas a cualquier costo’, y podríamos construir, en este y otros ámbitos de aprovechamiento animal igualmente sensibles, caminos más justos y compasivos. La polarización se gesta cuando perdemos de vista los elementos importantes del debate y nos quedamos haciéndole barra a quien solo atiende sus intereses personales, crea bandos e ideologiza el conflicto. No nos digamos mentiras: los métodos de Patarroyo están lejos de ser una praxis ética y exitosa.(*) Candidata PhD Derecho Universidad de los Andes. Vocera en Colombia AnimaNaturalis Internacional / @andreanimalidad