La jerarquía de la Iglesia católica se ha expresado en contra de la reelección, dizque porque atenta contra la democracia. Como en cualquier democracia liberal, en nuestro país los curas católicos y sus jerarcas tienen todo el derecho y la libertad de opinar públicamente sobre el tema que les antoje, así como lo tienen todos los profesionales de cuanta religión se pueda inventar la imaginación, el pavor existencial, el miedo a la muerte, o las ansias de inmortalidad inherentes a la naturaleza humana. Esa libertad de opinión es absoluta, porque de lo contrario habría que prohibir a los sacerdotes de todas las religiones expresarse sobre temas distintos a los teológicos en sus iglesias o en los medios masivos de comunicación. Tampoco se debe considerar aceptable en unos campos de la política, como en los procesos de paz, pero inaceptable en otros, como en los procesos electorales. Hay que tener claro que la separación entre la Iglesia y el Estado se refiere a la no interferencia directa de los profesionales de la religión, por el mero hecho de serlo, en las decisiones del Estado. Dicho lo anterior, habría que señalar que para ejercer con mayor autoridad moral sus derechos democráticos, la Iglesia Católica debería renunciar voluntariamente a ciertos privilegios decimonónicos como la exclusión legal a sus sacerdotes de la obligación constitucional de prestar el servicio militar obligatorio, deber que cobija en principio a todo ciudadano colombiano. A iguales derechos, iguales deberes, reza un principio elemental de la equidad democrática que la Iglesia, como reconocida autoridad moral en nuestro país, debería ser la primera en practicar. Pero en asuntos de democracia, la Iglesia Católica no tiene autoridad histórica para dar lecciones, puesto que es una institución altamente jerarquizada y, en el sentido etimológico del término, absolutamente oligárquica, es decir, gobernada por una minoría que hace de la cooptación cerrada el método de elección y selección de sus elites, sin consultar en lo absoluto con la comunidad de feligreses. Para empezar, su máximo líder, el Papa, es escogido para ejercer su cargo en forma vitalicia por un cónclave selecto y minoritario de obispos. Respetable procedimiento, pero cuestionable desde la óptica de la democracia, que en el pasado lejano -y no tan lejano- dio origen a toda suerte de intrigas y crímenes, suficientemente documentados por los historiadores, para la selección de más de un Papa. Por elemental recato, las oligarquías no deberían dar lecciones de democracia, así como los violentos no deberían dar lecciones de derechos humanos, ni los corruptos de transparencia. Reconocido ese derecho a opinar, no obstante, por su propio bien, o sea, para mantener, cohesionar y aumentar su feligresía, la Iglesia debería mantener al máximo la separación entre la religión como asunto del ámbito individual y privado de las personas, y la política, como un tema propio de la vida social y pública de los ciudadanos. Pero obviar y hacer a un lado esa radical diferencia e inmiscuirse en los asuntos políticos del país es una decisión autónoma, libre y legítima de los profesionales de la religión, con lo cual se exponen a provocar fisuras, desacatos y deserciones en el interior de sus propias comunidades de fieles por asuntos que no son dogmas de fe sino temas en los que cada creyente puede tener sus propias opiniones, sin que eso rompa la comunión en una misma creencia religiosa. Pero algunos jerarcas de la Iglesia Católica en Colombia, al igual que los Borbones, no olvidan, pero tampoco aprenden. Son innumerables los casos de desacato popular a las orientaciones políticas de los jerarcas católicos. Hoy cualquier campesino analfabeto entiende que no es el Ser Supremo el que está en contra de la reelección y que votar por una segunda reelección de Uribe no es pecado mortal. Porque, además, cualquiera se preguntaría si esta postura de la Iglesia, más que a preocupaciones democráticas, no obedecerá a celos de gremio motivados por la cercanía de Uribe con otras iglesias, por el silencio presidencial sobre el tema del aborto, o por el nombramiento en cargos oficiales de personas distantes del catolicismo. Si la Iglesia asume el riesgo de emitir juicios electorales, debe asumir también las consecuencias. Una de ellas es aislarse aun más de su feligresía, que en su inmensa mayoría está de acuerdo con la reelección, como lo demuestran todas las encuestas, y muy seguramente no van a cambiar su opinión ni su decisión por ningún juicio de un jerarca de la Iglesia.