El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, sufrió un duro golpe en su campaña para la reelección luego de que se conocieran fotos de su juventud en las que aparecía con la cara pintada para disfrazarse de árabe o de afroamericano. El debate alrededor de esas fotos y si ellas son la prueba de que incluso el muy liberal Trudeau es racista han vuelto a poner sobre la mesa la discusión sobre si ser políticamente correcto es bueno o si por el contrario se ha llevado a extremos que terminan coartando la libertad de expresión. El concepto de lo “políticamente correcto” se refiere al lenguaje utilizado para evitar ofender o marginalizar a grupos sociales identificados por características sociales como el género, la raza, la orientación sexual o discapacidad. Se hizo frecuente a finales de los años 1980 y principios de la década del 90 en universidades de los Estados Unidos, coincidiendo con la diversificación del estudiantado, gracias a la llegada de más jóvenes de raza negra y de mujeres a la educación superior. En el debate actual hay tres posiciones. De un lado están los activistas de derechos humanos, feministas, aquellos que luchan contra la discriminación contra la comunidad LGTBI y contra el racismo. Defienden la necesidad de eliminar las expresiones verbales, escritas y visuales que de una manera u otra repiten y perpetúan los prejuicios y los clichés contra as minorías o contra todos aquellos que han sido tratados como ciudadanos de segunda clase por décadas o incluso siglos. Del otro lado están quienes sostienen que la corrección política ha llegado a unos extremos exagerados que violan la libertad de expresión y que se trata de una imposición de una élite intelectual. Finalmente están quienes consideran que se trata de un ejercicio inane, pues prohibir palabras o imponer el uso de ciertos términos no cambian nada a la estructura subyacente de los prejuicios sociales y no hace que el machismo, el racismo o la discriminación desaparezcan; en el mejor de los casos solo los oculta. Lo más interesante es que esas diferencias reflejan afiliaciones políticas. En una encuesta desarrollada por el Pew Research Center en medio de la campaña presidencial americana del 2016 en la que fue elegido Donald Trump, se concluyó que los demócratas son marcadamente defensores de la necesidad de no ofender con el lenguaje, mientras que una amplia mayoría de los republicanos estima que hay una excesiva sensibilidad frente al uso del lenguaje. Esto se refleja en la posición de sus líderes. Los autoritarios y conservadores, como Trump, George Bush padre o Vladimir Putin, fustigan la corrección política y reivindican su lenguaje directo y a veces crudo, como prueba de su autenticidad. Los más progresistas, o de izquierda si se quiere, apoyan la necesidad de abolir palabras que son percibidas como discriminatorias por las personas mismas a las que hacen referencia. Para muchos analistas, Trump ganó precisamente por decir en voz alta lo que muchos piensan calladamente. Lo cierto es que los prejuicios existen y que llevan a la discriminación, el maltrato y la violencia. Y por lo tanto deben combatirse. Los símbolos, las palabras y la comunicación son parte esencial de ese combate. En ese proceso se han identificado tres etapas. La tolerancia, limitada a no rechazar abiertamente al que es diferente; la legitimización, que es reconocer que esas personas tienen derechos; y finalmente la conciencia que es aceptar que se tiene un prejuicio, incluso inconsciente, y que lleva al auto cuestionamiento y al cambio sincero de quien discrimina. En esa tercera etapa se encuentra el primer ministro canadiense, quien ha sido un defensor honesto de las minorías y de los derechos de las mujeres, y que ahora ha pedido perdón por haber recurrido a los estereotipos que denigran de otros, así fuera en el pasado, y así fuera en una situación aparentemente inofensiva y anodina, como disfrazarse para una fiesta. Es cierto también que el tema de lo políticamente correcto a veces se ha llevado a extremos que se convierten en camisas de fuerza y en lugar de apaciguar el tono del debate, sacan a muchas personas del mismo. Prefieren no expresar sus opiniones, no controvertir por temor a ser víctimas de matoneo. En eso, como siempre, todos los extremos son contraproducentes. En Colombia la polarización alrededor de estos temas de sociedad podría reducirse enormemente si muchos de nuestros dirigentes en ambos extremos del espectro político aplicaran más la corrección política en lugar de la descalificación y la sobre simplificación. Y esto aplica también a nosotros los ciudadanos. Lo políticamente correcto no es finalmente otra cosa que la buena educación, el respeto y la decencia.