Las cifras y propósitos son claros: 400.000 deportados al año, zonas de tránsito hacia la puerta de salida y una legislación que tiene en la primera fila de expulsión a criminales indocumentados. Una amplia base de datos de los “sin papeles” que cada estado administra, actualiza y adorna con huellas dactilares, información sobre escolaridad, residencia, historia laboral y número de años de residencia irregular. En resumen, un perfil más claro y unas políticas más definidas para “la migra” a la hora de actuar. Ese esquema no resume la promesa electoral de Trump. Es, abreviado, el balance del gobierno de Obama, reconocido como el que más indocumentados ha sacado de Estados Unidos, por lo menos hasta el próximo 20 de enero: 2.5 millones. Sobre esa plataforma el nuevo gobierno montará un esquema más fuerte y seguramente bastante arbitrario para empujar fuera de las fronteras si no a los 11 millones que permanecen de modo irregular, al menos a tres millones de personas, con lo que Trump podrá cobrar un triunfo temprano y apuntalar su muy cuestionado programa migratorio. Paradójicamente, este es el caso de una política sensata que en malas manos puede terminar siendo tremendamente perversa. Un cuchillo de doble filo. Fue buena porque el presidente Obama, al definir un registro más claro de los inmigrantes irregulares pudo, efectivamente, separar a los de prontuario y riesgo para la comunidad –muchos ya judicializados- de los millones de hispanos y asiáticos, principalmente, que han hecho una vida en el país, tienen casa propia, estudian, tienen hijos nacidos en Estados Unidos, aportan con sus impuestos (en conjunto unos 11.600 millones de dólares al año, mucho más de lo que declara Trump) y realizan labores que otros no están dispuestos a hacer. Así, los que pasaban de agache sintieron confianza para salir a la luz y avanzar hacia la formalización de su estatus migratorio. Ahora son demasiado visibles. Obama, además, creó un programa –el DACA- dirigido a jóvenes que llegaron a Estados Unidos de forma irregular a partir de 2007, menores de 16 años entonces y de 31 años en 2012. A ese grupo le dio un tiempo de gracia en el cual, además de terminar sus estudios, podía enrolarse más formalmente a la vida local mientras adelantaba su proceso de residencia, permiso de trabajo o nacionalización. 22.000 colombianos eran elegibles a diciembre pasado, 19.000 recibirían el beneficio de forma inmediata, pero la participación solo fue del 37%.  Y para completar, la política de Obama ha protegido a unos 700.000 menores, ciudadanos estadounidenses por nacimiento pero hijos de indocumentados, de ser separados de sus padres, bajo el principio de conservar el núcleo familiar. Pero todo eso queda ahora en el aire y se da por hecho que será una de las políticas que el gobierno de Trump reversará en los primeros 100 días de mandato. Ya tiene prácticamente lista una especie de fast-track  que le hará la comba a los estrados judiciales -olvidando que todo indocumentado tiene derecho al debido proceso- y una solicitud para aumentar el pie de fuerza fronterizo del departamento de Seguridad Nacional. Para esto cuenta con un Congreso mayoritariamente Republicano y el aplauso a rabiar de unos electores radicalizados. Así, con criterios marcados por asuntos de credo, color de piel o forma de los ojos podrá perseguir sin misericordia a los que más pueda para lanzarlos fuera.   Todo este contexto es para saltar de lo importante a lo urgente. A final de año leí un artículo que me impactó: las iglesias cristianas y católicas de Estados Unidos pusieron en marcha, de manera formal, el Movimiento Santuarios para los inmigrantes en situación irregular. Bajo el principio de darle techo al perseguido y retomando un modelo que crearon en tiempos de la guerra de Vietnam para proteger a los remisos, que a su vez fue revivido  en los años 80 para dar refugio a los centroamericanos desplazados por las guerras locales, sacerdotes y pastores que lideran 450 casas de oración/iglesias tienen listos a lo largo y ancho del país escampaderos, refugios subterráneos, túneles y mecanismos de todo tipo para atender esta nueva oleada de perseguidos, confiando en que por su condición estos lugares no serán tomados por las autoridades. Pero queda la duda. Trump ha prometido extender las redadas a colegios, universidades y sitios de trabajo, además de las requisas que ya se hacen en casas y supermercados. Llevará a la migra a donde juzgue necesario.¿Y esto qué tiene que ver con los colombianos? Pues aunque los 137.000 nacionales que se estima viven indocumentados en EE.UU. no son tan visibles como los seis millones de mexicanos en idéntica situación, el rasero les será aplicado. Ahora se trata de “expulse primero y pregunte después”, por lo que la atención de abogados y redes de apoyo resultará más difícil y costosa. La vulnerabilidad aumentará para todos. Colombia cuenta con 12 consulados en Estados Unidos. ¿Tienen presente el cambio que se puede venir? Aunque en general dan buen soporte a los connacionales, ¿existe un plan para atender a los indocumentados en este nuevo escenario? ¿Qué pasa si un grupo, acosado y atemorizado, decide refugiarse en un consulado? ¿Cómo atenderán la situación de una familia colombiana, con hijos gringos menores de edad, si se llega a ver dividida?   Empieza el conteo regresivo. Avanza el tránsito de los “dreamers” de Obama a la pesadilla de Trump. Adiós a los días cuando era más fácil ser feliz e indocumentado. @Polymarti