Dejusticia es una organización de alto nivel intelectual dedicada a promover litigios que considera estratégicos en función de respetables visiones políticas, los cuales, con frecuencia, buscan aumentar el poder de los jueces. Por iniciativa suya, varias sentencias han establecido que ciertos ríos son personas y, como tales, titulares de derechos fundamentales que pueden ser protegidos mediante acciones de tutela. Es cuestión de tiempo para que otras corrientes de agua, los bosques, las montañas y, en fin, todo lo que existe en el medio natural, tenga ese estatus. Quizás a pocos importará que esta manera de concebir la protección de la naturaleza rompa con la estructura lógica del Derecho, que es un instrumento de interrelación social: solos los seres humanos -o las organizaciones que creamos- pueden ser sujetos de derechos y obligaciones, lo cual puede implicar -y está bien que así suceda- que tengamos deberes jurídicos relativos a la protección del entorno derivados de las normas que regulan la convivencia social. Sin embargo, las consecuencias son profundas: darles a los jueces en materias ambientales una elevada injerencia, en detrimento de las autoridades administrativas especializadas, puede, aunque no siempre, producir malos resultados. Como los jueces carecen de formación científica, pero tienen sensibilidad ambiental, es probable, y ha sucedido, que en un campo ampliamente ideologizado tomen decisiones erradas. Este precedente, entre otros, explica la demanda reciente de Dejusticia contra el sistema tributario nacional. No contra esta o aquella ley fiscal, o disposiciones concretas, sino contra todo el sistema. El argumento de los demandantes consiste en que, evaluado ex post, el sistema no es equitativo ni progresivo; por lo tanto, la Corte debe darle al Congreso la orden de que lo cambie por otro siguiendo las pautas que ella señale. En esencia, lo que dicen es correcto. El sistema no es equitativo: las personas jurídicas, así tengan niveles de renta semejantes, son gravadas de modo diferencial; y sus tarifas efectivas son distintas (impuesto a cargo/renta total) como consecuencia de las gabelas que muchas de ellas reciben. Es también verdad que el sistema tributario adolece de falencias en materia de progresividad. Para demostrarlo se acude en la demanda a la observación del coeficiente Gini -el indicador pertinente de distribución del ingreso entre las personas de carne y hueso- que son los beneficiarios últimos de las rentas. Frente a este indicador a Colombia le va mal a pesar de algunos progresos recientes. En reciente columna -Vendedores de humo- Juan Ricardo Ortega demuestra que muchas de las falencias del sistema tributario no provienen del diseño normativo sino de otros factores. La baja capacidad de gestión de la Dian, la corrupción, la informalidad, entre otros fenómenos, que no se corrigen mediante la expedición de mejores códigos tributarios. De otro lado, los problemas institucionales que generaría la iniciativa de Dejusticia son de la mayor entidad.  Veamos porqué. El control constitucional de las leyes que le corresponde a las cortes constitucionales consiste en comparar textos normativos de distinto rango para que, si se encuentra demostrada una incompatibilidad semántica entre ellos, expulse del sistema jurídico los preceptos de rango inferior a fin de restablecer la prevalencia de la Constitución. Por el contrario, la demanda pretende que ese tribunal no se limite a analizar la validez de normas, sino que, dando un salto colosal, proceda a evaluar la legitimidad de las políticas resultantes. Es decir, que abandone el ámbito formal y abstracto en el que tradicionalmente se ha movido la justicia constitucional en la generalidad de los países para adentrarse en ejercicios de valoración política. Los demandantes tienen a su favor un antecedente que es tan insular como funesto: el aniquilamiento del sistema Upac. En ese caso, la Corte pasó por alto el principio de cosa juzgada, invadió las competencias propias del Congreso y el Banco de la República y, sin fundamentos técnicos, tomó determinaciones cuyo efecto práctico fue un marchitamiento, que duró años, del crédito de vivienda. Sin duda, existen unos valores constitucionales, como los de equidad y progresividad, que deben ser acatados por el legislador, pero, como digo, se trata de valores, no de normas. Los valores tienen una textura abierta, carecen de un sentido unívoco y, precisamente por ello, admiten múltiples maneras de realización. Doy ejemplos: es verdad que la tarifa de personas naturales debe ser progresiva ¿pero hasta qué grado? ¿a partir de qué nivel de renta se deberían pagar impuestos? ¿cuál es la tarifa óptima para entes jurídicos? ¿debe haber una sola tarifa empresarial o varias y en función de qué factores? ¿se justifican los privilegios tributarios para algunas empresas, cuáles y en qué medida? Estas son cuestiones políticas que deben resolverse en los comicios y en el Parlamento. El objetivo que todos deberíamos perseguir consiste en fortalecer la democracia representativa, no debilitarla más.   Más allá de registrar cuán ingenuo resulta creer que basta una sentencia para que el Congreso dicte las leyes justas y progresivas que muchos anhelamos, el curso de acción que se le pide a la Corte adoptar tendría estos efectos: 1) El agravamiento de un problema estructural de Colombia: la inseguridad jurídica; leyes que fueron declaradas constitucionales, podrían, por el mero paso del tiempo, convertirse en inconstitucionales si sus efectos no fueron positivos en el sentir de unos ilustres togados. 2)  El menoscabo a la división de poderes derivado de seguir avanzando en la dirección de convertir a los jueces en actores políticos. 3) El colapso institucional y financiero que se produciría si el Congreso, como otras veces ha sucedido, no acata unas órdenes que la Corte carece de instrumentos para hacer cumplir. En tal caso, el Estado central súbitamente no podría recaudar impuestos; así de sencillo.   Íntimas reflexiones. Para bien o para mal el peso de las ideologías es enorme. En medio de la crisis más grave que hayamos padecido, el Congreso se afana en establecer la cadena perpetua para los violadores de niños. Como si eso los protegiera, la impunidad no fuera abrumadora y sin advertir que la pena es ya de sesenta años