Todo parece indicar que en los tiempos de hoy no hay nada más despreciable, digno de todo señalamiento, que una persona se atreva a afirmar que no le gustan los perros. De inmediato vienen los calificativos: ser de malos sentimientos, persona sin escrúpulos, mal ser humano que no merece habitar el mismo espacio que estos hermosos animales, que poco a poco se han ido acomodando en el mismo nivel de un primogénito.
Hoy es válido que una mujer diga, por ejemplo, que no quiere ser mamá, que dentro de su proyecto de vida no está tener hijos, porque prefiere enfocarse en su vida profesional o porque los recursos en el planeta van a escasear. Y nadie le cuestiona tampoco a un joven que diga tal vez que no quiere casarse, que no cree en los vínculos o que sencillamente su futuro está en vivir cada día. Si alguien dice algo así, vienen las voces de que es respetable, que hoy cada cual decide cómo quiere vivir, que la vida solo es una y le pertenece a cada cual.
¡Pero válgame Dios si alguien se atreve a afirmar que no le gustan los perros! No hay peor afrenta posible para los amantes de estas mascotas, que dejaron de ser mascotas para convertirse en alumnos de guarderías, ocupantes de rutas escolares, pacientes de expertos en comportamiento y miembros de familia a los que se les celebran piñatas, reuniones sociales y hasta bautizos.
Nadie discute que los perros son seres adorables, que se convierten en muchos casos en miembros esenciales de las familias.
Lo que se discute es que hoy el que no piensa igual, y no valida que un perro sea considerado “un hijo” o un ser viviente al mismo nivel de un humano, sea señalado inmediatamente de ser una persona despreciable, que más o menos debe ser condenado a la horca en esta moderna inquisición.
El tema ha tomado implicaciones cada vez más grandes con la presencia de los perros en los hoteles; pero el caso crítico es la presencia de las mascotas en las cabinas de los vuelos.
Es válido que los llamados perros de soporte emocional viajen en los aviones en compañía de su amo cuando estos tienen afectaciones emocionales o psicológicas tales que necesitan de su presencia para superar situaciones como fobias, ataques de pánico o depresión profunda. Es decir, cuando es imprescindible su presencia para garantizar el bienestar emocional y físico de sus dueños. Pero lo que antes era excepcional, ver a un viajero en compañía de estos perritos, empezó a convertirse poco a poco en la regla, y así en cada vuelo fueron apareciendo más y más perros con certificados de soporte emocional, y cada vez más y más grandes.
De modo que de un momento a otro un montón de viajeros empezaron a sufrir trastornos emocionales y psicológicos que los obligaban a viajar con su mascota. ¡Qué va! Lo que pasa es que, como suele suceder en el país, hecha la ley, hecha la trampa.
Cada vez más los dueños de estas mascotas empezaron a buscar amigos psiquiatras y psicólogos que les entregaran una certificación de esa supuesta dependencia emocional para poder viajar con sus perros.
El tema ha llegado al absurdo de lo que pasó en diciembre en el vuelo São Paulo-Bogotá, en el que cerca de 25 perros fueron embarcados, algunos de ellos tan grandes que fue necesario acomodarlos en el pasillo de la aeronave. Maromas tuvieron que hacer los encargados de la atención a bordo para movilizarse dentro del avión.
Pero ¡ay del que se queje por la situación! Morirá abrasado en las llamas de los insultos y los señalamientos.
Uno de los primeros en hacer pública la incomodidad que se estaba presentado en los vuelos por la masiva presencia de mascotas fue Luis Colmenares, el ex contador general de la nación, padre del joven Luis Andrés Colmenares, cuya muerte sigue siendo un misterio, quien se atrevió a sugerir que los perros fueran acomodados en un sector del avión junto a las demás mascotas viajeras. Hay que ver las infamias y agresiones que recibió por su propuesta, cargadas muchas de ellas de referencias miserables frente a la muerte de su hijo. ¿A qué horas se convirtió una sugerencia en este sentido en la más infame carta abierta a la ofensa?
El problema se va a agravar a partir del 1 de febrero, pues Avianca ha anunciado que endurecerá sus políticas de transporte de mascotas en cabina y que de ahora en adelante no podrán viajar más de seis por vuelo, no podrán pesar más de 10 kilos y tendrán que permanecer durante el vuelo en guacales o maletas aptas para ello.
De inmediato, la furia se desató: que son hijos, igual que los bebés que lloran y nadie pide que los bajen del avión; que el mundo tendrá que irse acostumbrando a que los perros sean reconocidos como miembros de familia con los mismos derechos de todos sus miembros; que los perros son mejores seres vivos que los humanos y que por eso merecen incluso un trato mejor que el que se les da a sus vecinos de especie.
Por supuesto que se vale que en los casos reales de apoyo emocional viaje la mascota junto a su dueño, pero ya era hora de ponerle límite a este abuso. En la mayoría de los casos, las personas que se molestan por la presencia de los perros no son seres horribles, sino personas que les tienen miedo, o viajan con niños que se asustan, o son alérgicos a su pelo. O, simplemente, no les gustan los perros y no ven en ellos a un hijo, sino a un animal.
Y así como hoy se respeta que una mujer o un hombre decida no tener hijos, respeten también a los que no quieren viajar con perros.