En la última semana se ha publicitado en varios medios de comunicación la decisión de la Corte Constitucional de declarar inexequible la expresión del decreto 1260 de 1970 de la que se deriva que al momento de registrar a un menor de edad como hijo de alguien debía usarse primero el apellido del padre y luego el apellido de la madre, si se tratare de un hijo legítimo o matrimonial reconocido. La Corte, según el comunicado que expidió, consideró que esta norma perpetúa estereotipos, pero en todo caso concedió un período de dos años largos al legislador para que adopte una reglamentación acorde con la postura de la sentencia. En caso de que no se haya logrado para la fecha indicada, entrará en vigencia un régimen de elección del orden de los apellidos y asignación aleatoria de los mismos en caso de que no haya acuerdo entre los padres. Esta idea de darle un plazo al legislador para que resuelva me parece problemática en este caso porque sugiere que***.  Empecemos por lo “radical” o “innovador” que pueda resultar esta medida. La norma actualmente vigente sobre la manera en la que nos identificamos, es el artículo 94 del decreto 1260 de 1970, que fue modificado en 1989 para señalar que las personas tienen la posibilidad de cambiar su nombre para fijar su identidad personal. Esta norma se había interpretado en el sentido de que cualquier persona podría cambiar tanto su nombre como su apellido, y que no necesitaba dar razones o explicaciones si su intención era hacerlo “una sola vez”. Esta interpretación es tan dominante, que la misma Registraduría lo explica así a la ciudadanía general en sus instructivos sobre el tema.   El debate constitucional se ha dirigido, entonces, a determinar si es posible cambiar el nombre más de una vez y por qué medio. En la sentencia C-114 de 2017, la Corte Constitucional indicó que es razonable poner un límite al número de veces en que se puede modificar el nombre, pero que existen casos en los que debe permitirse a los individuos un segundo cambio. Con esto, la Corte ratificó una larga línea de precedentes sobre el cambio de nombre en el que se insiste en la centralidad del nombre para la personalidad jurídica, pero también, para el libre desarrollo de la personalidad y la posibilidad de que los individuos puedan acceder a un segundo y hasta tercer nombre cuando ello sea indispensable para su proyecto de vida. La Corte Constitucional también había señalado que resulta inconstitucional impedir el registro de niños o niñas adoptados por parejas del mismo sexo alegando que el “formato” impide registrar dos padres o dos madres, y que la exigencia de poner primero el nombre del padre justifica al funcionario a abstenerse a inscribir un menor por existir una laguna normativa. En la sentencia SU695 de 2015, la Corte claramente indicó a la Registraduría que el formato que impide registrar a dos padres o dos madres debía ser cambiado y que los apellidos debían establecerse en el orden en que la pareja lo decidiera.  En este contexto, en el que ya se había insistido en que corresponde a cada individuo, y no al Estado, determinar su nombre, y se había establecido que el derecho de las personas a tener una familia debe prevalecer sobre las reglas que exigen diferencias y jerarquías sexuales, extender a las parejas heterosexuales la posibilidad de elegir el orden de los apellidos de sus hijos era una reforma incremental. No por incremental debería considerarse menos importante. En primer lugar, como lo indica el comunicado, el que exista un orden de los apellidos obligado al momento del registro se funda en ideas sobre el predominio de los hombres como padres de familia. La regla no existe como un “accidente histórico” sino como parte de un orden de cosas en el que las mujeres no podían contratar, no podían ejercer la patria potestad sobre sus hijos, no podían administrar los bienes de la sociedad conyugal, etc. Por esta razón no es suficiente con que los hijos puedan cambiar este orden. Debe ser también posible que los padres lo acuerden, o mejor aún, que el estado asigne aleatoriamente el orden de los apellidos.  En segundo lugar, luego de haber admitido que el hijo o hija puede cambiar sus apellidos -y, ojo, no solamente el nombre-, resulta difícil de justificar que los mismos padres no puedan tomar esta determinación como parte del derecho que les asiste a moldear a sus hijos a través de la crianza. En tercer lugar, termina siendo discriminatorio para las parejas heterosexuales no tener la posibilidad de decidir el orden de los apellidos de los hijos cuando las parejas del mismo sexo pueden hacerlo. Insistir en este punto en la diferencia de sexos es lo mismo que insistir en la desigualdad: si decimos que la razón por la que los heterosexuales no pueden hacerlo es que son distintas a las homosexuales y la única diferencia es que en las heterosexuales hay hombres y mujeres, es como decir que lo natural y justo cuando hay diferencia sexual es determinar que los hombres tengan mayores derechos que las mujeres.  La decisión de la Corte, sin embargo, no sólo es problemática porque deja en suspenso los derechos de las parejas heterosexuales y el proyecto de construir una sociedad con igualdad entre hombres y mujeres. Es problemática, tal y como fue anunciada, porque no dijo nada sobre el caso de los hijos sin padre conocido o declarado. En estos casos, por mucho tiempo, la discriminación se materializó en la regla de que los hijos solamente podrían ser registrados con el primer apellido de la madre. Hace unos pocos años, por vía legislativa, se determinó que la madre podría elegir darle a su hijo también su segundo apellido, dejándolo registrado con si fuera su hermano o hermana. Es sorprendente que en un país en el que la discriminación por el origen familiar ha estado en el corazón del debate, no se haya dicho nada sobre el derecho de las mujeres madres solteras de decidir cualquier apellido para sus hijos. En su caso no es relevante en ningún sentido el problema del orden pero si lo es la posibilidad de usar apellidos que no marquen a sus hijos como hijos sin padre en todas sus relaciones sociales.  Finalmente hay que llamar la atención sobre lo poco eficaces que ha resultado los exhortos al legislador en temas de índole moral y polarizantes y los costos para la igualdad derivados no solamente de la espera sino de las indeterminaciones que terminan plagando la moratoria de la Corte. Dado que los efectos del fallo son principalmente simbólicos e incrementales, esta espera resulta una concesión grande a quienes quieren seguir defendiendo una forma de familia única frente al mandato constitucional de la igualdad de todas las formas de familia.