El sombrero aguadeño es elaborado por cafeteros caldenses; el “vueltiao”, por comunidades herederas de la cultura zenú en el Caribe. El vallenato fue declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco, y los abuelos campesinos de quienes hoy viven en las ciudades poblaron el país, con esfuerzo y energía, a lomo de mula y caballo. Sin embargo, todo esto es visto con frecuencia por sectores progresistas como símbolo del paramilitarismo. El hecho de que las redes criminales se apropien de muchos íconos culturales de las regiones, no significa que no son nuestros, y que tenemos que dejar de lado las numerosas identidades que dan forma a Colombia. El tamal no tiene la culpa de lo que hacen los políticos, y la cultura antioqueña, tan vilipendiada desde el centro, tiene aspectos de gran belleza, como el paisaje cafetero, la trova paisa, o la devoción por el cuidado de los viejos. Una colega mencionaba que un reconocido equipo de la Costa no es patrimonio de una familia de políticos, sino de los miles de caribeños que vibran con sus goles. Gozar sus victorias no es hacerle la fiesta a los corruptos, sino otra forma de celebrar una cultura colorida que entregó al mundo un Nobel de Literatura. Las leyes que dan más derechos a una mascota o a una especie invasora que a un campesino desalojado de un parque natural avanzan como una aplanadora en el Congreso, al ritmo de Twitter. La misma historia de siempre, dónde el país rural habla y el urbano no escucha. Así fue en Marquetalia, y así sigue siendo hoy. La búsqueda de la historia familiar, del terruño, es un legado cultural muy querido, arraigado en el paisaje e inspirado en valores respetables como el trabajo manual, los ritmos lentos, el ocio, la pequeña propiedad o la religiosidad popular, que son juzgados duramente desde el privilegio urbano. En Bogotá, esa ciudad querida que nos recibe a todos, las formas de vida de las regiones a veces son vistas como atrasadas y de mal gusto, o se asocian al narcotráfico, o son maltrato animal, o parroquiales. No se trata de idealizar las identidades, sino de reconocernos en ellas, con lo bueno y lo malo, porque contribuyen a situarnos en el mundo de forma significativa y festiva. Y sobre todo, que quienes las viven no se sientan forzados a abandonarlas para evitar la discriminación. Los memes que ridiculizan a los adversarios políticos usando poncho y carriel, o montando a caballo, funcionan para hacerse viral en nichos urbanos, pero ofenden a miles de electores del eje cafetero o con ascendencia campesina. Hay cierto elitismo y un culto a la sofisticación entre sectores que han tenido más oportunidades para educarse y viajar, pero viven aislados en una burbuja dónde no cabe el mundo rural. El cosmopolitanismo, mal entendido, puede llegar a ser un proyecto de estandarización cultural muy antipático. Genera un rechazo latente que no detectan las encuestas, pero se expresa de forma contundente en elecciones. Lo que molesta no es la vocación intelectual y trotamundos, sino la condescendencia hacia quienes son considerados ignorantes, religiosos o conservadores debido a que no son glamurosos y provienen de entornos humildes. Como explica el periodista Alejo Shapire en su libro “La traición progresista”, es por eso que en muchas partes del mundo la clase trabajadora, sobre todo campesina, está reventando con su voto la burbuja “bien pensante”. El ultraderechista Steve Bannon, ex asesor de Trump, dice que la fórmula ganadora es tener como candidatos “más meseros y menos abogados”. Me atrevo a deslizar una hipótesis preocupante, sin ánimo de simplificar, ni minimizar otras causas: mientras liberales y progresistas sigan enfrascados en conversaciones elitistas, los Bolsonaros seguirán avanzando en las elecciones. Colombia paró y la gente se inclinó por un cambio en los últimos comicios porque está cansada y porque políticos talentosos de origen sencillo supieron conectar con el electorado. Sin embargo, el voto protesta es volátil y puede ser capitalizado por cualquiera que patee el tablero; los que votan son más que los que marchan y nada está escrito para las presidenciales. Además de la sensibilidad cultural, es preciso generar narrativas democráticas sobre la familia, la seguridad y el cambio climático que no dejen a nadie atrás, en particular, a quienes viven sus vidas de forma modesta. Y especialmente, hay que volver a las discusiones sobre desigualdad social. Se culpa mucho a las noticias falsas por el triunfo de los ultras, pero se habla poco de los errores de los sectores democráticos para conectar con la gente del común. Un primer paso para corregir eso es bajarse del pedestal, pues no hacerlo es desestimar a los votantes, es decir, su arraigo y el mundo del que provienen. Hay país fuera de la burbuja.