A menos de un año de la primera vuelta presidencial, empiezan a llegar los consultores políticos, los asesores de imagen, los ‘genios’ de las redes sociales y los equipos de producción de video. No se gasten la plata. La segunda vuelta será entre Gustavo Petro y el candidato de la derecha.
Aunque estoy en desacuerdo con la mayoría de las posturas de Gustavo Petro, hay que reconocer su inteligencia, astucia y capacidad de conectar con ciertos segmentos sociales. El paro, que empezó favoreciéndolo, después de más de 40 días de vandalismo, bloqueos y el caos que vive el país, empieza a pasarle factura. Sin embargo, las condiciones de pobreza, que, según datos oficiales, llegaron al 43 por ciento del total de la población, y el desespero de muchos seguirán siendo elementos conducentes para que suficientes sufragantes le aseguren un puesto en la segunda vuelta.
Lo cierto es que el 2022 será una elección de cambio; casi nadie quiere continuidad. Desde que empezó la pandemia se ha presentado una crisis económica, de salud y social sin precedentes en la historia reciente colombiana.
Aun con el desgaste natural del presidente Iván Duque y el expresidente Álvaro Uribe, la derecha sigue representando a un segmento amplio de la población. Ciertos sectores políticos han tratado de imponer la narrativa de que Uribe nos lleva gobernando 20 años y que es el momento de cambio. Eso es falso. Álvaro Uribe fue presidente ocho años, entre 2002 y 2010, le devolvió la esperanza a un Estado al borde del colapso, a través de políticas de seguridad, económicas y sociales, logró reactivar una economía que pasaba por su peor crisis en 100 años. Redujo los índices de pobreza, atendió las necesidades sociales dentro de las capacidades del Estado, con programas emblemáticos como Familias en Acción, y combatió como nunca antes al narcotráfico. De esta manera, entregó un país mejor al que recibió. El sueño de cualquier mandatario.
Luego tuvimos ocho años del Gobierno de Juan Manuel Santos, que prometió continuar con las políticas que habían traído éxito, crecimiento, bienestar y seguridad, pero que terminó gobernando distinto. Su búsqueda de la paz con las Farc, aunque legítima en cualquier democracia, terminó manchada por su reelección con dineros de Odebrecth y el quiebre de las instituciones al imponer su acuerdo de La Habana, que el pueblo rechazó en las urnas. Así debilitó la democracia.
Para 2018, el final de su mandato, Colombia había casi doblado su deuda, entregó una economía debilitada, el país inundado de cultivos de hoja de coca, y unas Fuerzas Armadas disminuidas y con la moral resquebrajada.
Soldados que dieron sus vidas y sus cuerpos durante décadas para defender el Estado de derecho quedaron equiparados con los hampones y criminales de las Farc.
Nuestras capacidades de inteligencia, una sombra de lo que habían sido en el pasado, las épocas gloriosas de múltiples golpes contra cabecillas de las Farc y el ELN, de heroicos rescates, como el de Íngrid Betancourt y los contratistas estadounidenses, los éxitos militares de capturar a Rodrigo Granda o dar de baja a Raúl Reyes quedaron en los libros de historia.
Después de gobernar ocho años, Santos cambió las leyes para que sus sucesores solo pudieran tener un término de cuatro años. Tal vez, si el presidente Iván Duque, a quien le tengo enorme respeto, hubiera gobernado como prometió en campaña, estaríamos mejor.
¿Y por qué no llega la “Coalición de la Esperanza”? Ya hemos visto los resultados de los alcaldes “progresistas”, como Claudia López de Bogotá, Jorge Iván Ospina de Cali y Daniel Quintero de Medellín, cómo acabaron con sus ciudades. Gobiernan de manera errática, sin un plan, a punta de discursos, redes sociales y decisiones arbitrarias. Bogotá parece Gotham City. Cali ni hablar. Y Medellín, una ciudad emprendedora donde las relaciones entre el empresariado y la ciudadanía siempre fueron constructivas, ahora respira odio y una lucha de clases. Ninguno de estos tres ha logrado algo positivo. Piensen y verán.
¿Y por qué digo esto? Porque la “Coalición de la Esperanza” es el reflejo de lo que han sido estos gobernantes. La unión del samperismo y el santismo para retomar el poder a favor de las élites. La gente no quiere continuidad. Pero no se trata de personificar al expresidente Uribe o al presidente Duque, los problemas sociales en Colombia llevan más de 200 años. Las inequidades y prácticas oligopólicas y falta de oportunidades no nacieron con la pandemia. Es cierto, se agudizaron. Pero el problema de fondo es que la gente está cansada de los mismos apellidos, las mismas élites y oligarquías alternando el poder para su beneficio propio. Claro que queremos un país con más equidad, oportunidades, con mejor acceso a la salud, y una educación que prepare a nuestros hijos y nietos para los desafíos del futuro. En la era del conocimiento y la tecnología, los colombianos de hoy tienen más oportunidades que nunca en la historia, pero la solución no está en políticas populistas que reparten pobreza, ni en perpetuar a los mismos en el poder, como lo es la reencarnación de la tal “Coalición de la Esperanza”.
Harán toda clase de maniobras políticas como están acostumbrados, pero esos tiempos ya pasaron. El 2022 enfrentará dos visiones opuestas de país. La de Gustavo Petro ya la conocemos. La otra será volver a pensar en grande, generar más y mejor empleo, brindarles oportunidades a nuestros jóvenes, bajar los impuestos y crear un país competitivo en un mundo globalizado. Volver a respetar a nuestros profesores, a nuestros soldados y nuestros policías. Hay que volver a creer, volver a soñar. Aunque la contienda apenas empieza, no se necesita un experto político para saber que ambas propuestas serán las que marcarán la agenda el próximo año. Ojalá escojamos la segunda.