Le confesé a mi mujer que no pensaba votar en estas elecciones en el preciso momento en que me servía el huevo del desayuno: –Eso es lo que tienes: huevo –me dijo. –Efectivamente –le respondí, mientras cortaba la yema–. Aunque no tanto como Miguelito Uribe, que terminó en trance ante un pastor cristiano para ganar votos. Y era verdad: venía a mi mente la imagen de ese fervoroso Miguelito que temblaba cuando el pastor le ponía las manos sobre la cabeza, y me estremecía de la sola belleza: eso se llama tener fe; pensaba mientras lo veía: eso sí es amor por el Altísimo. Que es la forma como Miguelito llama a Enrique Peñalosa. –El que no vota tiene huevo –sentenció de nuevo mi mujer, mientras untaba la arepa. –Huevo pero con clara –me defendí–: con Clara López, en específico, que se lanzó al concejo, para que no se diga que no hay renovación. –Si no votas –continuó ella–, no te quejes. Y por favor, pásame la sal.
Precisamente es lo que pienso de mi vida como elector: que soy la sal. Las causas que apoyo jamás ganan. Desde la ola verde de Mockus, pasando por el Sí del plebiscito o la consulta anticorrupción, mi vida de hombre cívico ha consistido en hundir empeños nobles: en ser el Javier Hernández Bonnet de la jornada electoral. La única vez que promoví a un candidato victorioso fue cuando ganó el Altísimo. Y así me fue. No pensaba repetir el mal presagio esta vez, mucho menos cuando los candidatos de las presentes elecciones representan un cambio generacional. Salvo Miguelito Uribe, que a sus 33 años es más viejo que todos los demás, el lote de candidatos es de una misma cosecha, tal y como sucedió cuando, a finales de 1700, dominaban la contienda política José Hilario López, Tomás Cipriano de Mosquera y Jaime Castro. –Además –le confesé a mi mujer– no me termino de decidir entre Claudia y Galán… Y lo decía de verdad: me gusta Claudia, me gusta Galán, y hay noches en que sueño con que se fusionan y graban una pieza digital en que Galán aprende a tocar el piano torpemente, mientras Claudia le soba los hombros, como lo hizo Mockus con ella. No sé si vieron el video al que aludo. Fue sorprendente. ¿Qué buscaban, acaso? ¿Marcar una evidente diferencia con Miguelito, que durante toda la campaña solo brilló por sus dotes como pianista? Las causas que apoyo jamás ganan. Desde la ola verde de Mockus, pasando por el Sí del plebiscito o la consulta anticorrupción, mi vida de hombre cívico ha consistido en hundir empeños nobles: en ser el Javier Hernández Bonnet de la jornada electoral. –Pues vota por quien sea, pero vota. Y toma la mermelada –atacó mi esposa. –¿Quieres una tajada? –le pregunté, señalando el pan. Parecía el diálogo de dos concejales. Si pensara en mi carrera como humorista, tan colapsada como la carrera Séptima, votaría por Miguelito Uribe, el niño viejo: su administración me resultaría eterna, como la canción que le compuso a su esposa. Pero resultaría provechosa para hacer columnas. O por Hollman que, de todos ellos, es la única garantía para que no terminemos como Chile. Allá incendiaron el país porque iban a subir el pasaje por metro. Y con Hollman no habrá metro: ni elevado, como su ceja, ni subterráneo, como su lugar en las encuestas: por deshacer el uno, no habrá ninguno. Pero si se trata de pensar en la ciudad, me decanto por los dos candidatos de centro que representan la derrota de los caudillos de cada extremo.
De Claudia valoro que es brillante y se hizo a pulso, para seguir con la alusión a Mockus; de Galán, su tono y su austeridad, gracias a la cual todavía no sabe lo que significa estrenar chaqueta. Como me costaba trabajo definirme, pedí a mi mujer que me alumbrara con su opinión. –Yo voy a votar por Claudia porque sería histórico: es gay, es mujer… –me dijo, mientras daba un mordisco a la arepa. –Pero ¿no grita mucho? –¡Es una berraca, sino que acá reina el machismo, y no les gusta que una mujer hable duro! –comenzó a gritar. He militado en el Partido Verde orgulloso de sus derrotas, casi siempre poéticas. Por eso me resultaba emocionante apoyarlo cuando su candidata por fin se vislumbraba como ganadora. Pero, atendiendo la vocación por la derrota de los verdes, en la campaña se portaron como si fueran perdiendo y terminaron atacando a quien, de manera increíble, se convirtió en la opción refrescante del paseo: Galán. Un candidato sereno que en estos meses no ha cambiado de posición. Ni de chaqueta.
Si dejaba de apoyar a los verdes me iba a sentir sucio, como la chaqueta de Galán. Pero, a la vez, votar por Galán era un premio al tono que necesita nuestra política. Yo sé que en esta campaña todos ganaron. Miguelito Uribe ganó un perrito adoptado y la gente conoció la composición que le hizo a su mujer. Aunque pierda esta vez, los Turbay saben hacer colas, como bien dijo su hermana alguna vez. En eso se parecen al cirujano de Aída Merlano. Hollman también ganó: se ganó una demanda por alimentos de su mujer. Y Galán y Claudia también ganaron, claro que sí: Galán, un hijo nuevo; Claudia, un masaje de Mockus. Pero definirse era una necesidad. Y yo no me definía. Terminé el desayuno mientras mi esposa me amenazaba: –Cuidadito con no votar –me advirtió, mientras se levantaba de la mesa. Asentí cobardemente mientras aterrizo una decisión final, a lo mejor enfrente del cubículo. Cuando me ilumine el otro Altísimo.