Voté por Claudia López sin mucho entusiasmo. Más bien por descarte: porque me parecían malos sus tres rivales, tan cercanos al nefasto alcalde reinante Enrique Peñalosa. Y eran, además, fichas ajenas: Galán, fuera de ser el delfín del difunto, tenía el respaldo del Cambio Radical de Vargas Lleras; Uribe Turbay, el de Uribe y el de Peñalosa; Morris, el de Petro. No iban a ser sus propios jefes, lo cual –como lo estamos viendo con respecto a la presidencia de Iván Duque– es promesa de parálisis. Eran lo de siempre. Claudia López, candidata de esa curiosa mezcolanza que es la Alianza Verde, e impulsada también por el Polo Democrático, representaba un cambio. Por su heteróclito partido, y por sí misma.
Aunque no hay que olvidar que también ella fue cercana al nefasto Peñalosa. No solo hace 20 años, cuando ocupó el cargo de secretaria de Acción Comunal en su primera –y mejor– alcaldía, sino hace unos pocos, cuando le sirvió de jefa de campaña presidencial en 2014, y todavía ahora, cuando lo llama su “maestro y mentor”. Y sin olvidar tampoco otros resbalones de su carrera, como la vergonzosa cuña publicitaria con el payaso exalcalde Mockus en la que ella fingía tocar el piano y él fingía depositarle un beso en la frente. Claudia López, candidata del autoritario tantas veces alcalde y tantas veces candidato presidencial Antanas Mockus, y que tantas veces, para hacerse notar, ha mostrado el culo: daban ganas de no votar, o de votar en blanco. No voté por ella por lo que tanto le han celebrado muchos: ni porque fuera mujer ni porque fuera lesbiana. No me parece que esos sean méritos, ni políticos ni de ninguna clase, como tampoco me parece que lo sean el ser hombre o el ser heterosexual (y tampoco esas cuatro cosas me parecen deméritos o defectos). Voté por ella, repito, porque me parecía –y me parece– mucho mejor que los demás candidatos a la alcaldía de Bogotá. Más independiente, más inteligente, mejor preparada y más valiente. ¿Más seria? Eso es lo que está por verse, y se verá en su administración.
En todo caso, distinta. Por su origen social y económico, y sobre todo por su historia de vida. Una vida política llevada contra la corriente (exceptuada tal vez la escena de la lección de piano), inspirada por la convicción de que es necesario, y es posible, “cambiar este país”. Iniciada en el movimiento estudiantil por la “séptima papeleta” que tuvo el entonces casi inimaginable resultado de llevar a una nueva Constitución en 1991. Apuntalada luego por diversas experiencias prácticas –en la administración del Distrito, en la prensa, en las campañas electorales, en el Senado–, y por estudios en diversas universidades –el Externado en Bogotá, Columbia, Yale y Northwestern en los Estados Unidos– sin necesidad de inventarse títulos inexistentes como los del alcalde Peñalosa. Lanzada a la luz pública por sus reveladoras y valientes investigaciones sobre el poderío del paramilitarismo en la política convencional (publicadas con Juanita León en la revista SEMANA y con León Valencia en la Fundación Arco Iris, y recogidas en 2010 en el libro Y refundaron la patria), que llevaron a la cárcel a docenas de parlamentarios, alcaldes y gobernadores de varios partidos. Ese poderío paramilitar, cimentado en el narcotráfico, sigue impregnando hoy no únicamente la política, sino todos los estamentos del país. Y finalmente, hasta ahora, coronada por su campaña por la “consulta contra la corrupción” que, aunque inocua en términos prácticos, obtuvo la impresionante suma de 12 millones de votos. Dije al principio de esta nota que no me parece que sean méritos especiales el ser mujer y el ser lesbiana. Pero sí es mérito, y grande, el haber convencido a más de un millón de votantes bogotanos de que una mujer lesbiana puede ser alcaldesa de Bogotá sin provocar escándalos moralistas. En un país tan acendradamente reaccionario como es Colombia, semejante hazaña muestra que tal vez sí es posible empezar a “cambiar este país”. Suerte, Claudia.