Digámonos algo claramente. Colombia no puede ser un Estado social de derecho, como lo pretende la desafortunada Constitución del 91, con un producto interno bruto per cápita de USD 7.000. Ese monto no da para subsidiar pensiones y un sistema de salud público, no da para ofrecer educación de calidad; no da para tener un gobierno macro encefálico, ni da para construir la infraestructura necesaria y la industria para ser competitivo en los mercados mundiales.

Seguramente es chocante para muchos que esta columna se refiera a la Constitución del 91 como desafortunada. Los constituyentes, a pesar de sus buenas intenciones de hacer que los colombianos reciban una garantía de un nivel mínimo de calidad de vida en sus diferentes aspectos, solo lograron que la realidad difiera significativamente a lo planteado en su texto. La Constitución, como el Excel para los financieros, aguanta todo.

La realidad es que hoy los colombianos no tenemos derecho a lo más básico que debe garantizar un Estado. El imperio de la ley, la seguridad y la paz son esquivas desde hace décadas, la desigualdad es rampante y nivelada por lo bajo. Los políticos, responsables de dirigir al país hacia al desarrollo, han demostrado su incapacidad.

Lo primero que debe ocurrir en Colombia es que la conversación política en Colombia suba un par de escalones en calidad y se elija a quien tenga el mejor plan para salir del atolladero de los ingresos bajos. Ya lo lograron países como Japón, Corea, China, Malasia, Vietnam, Taiwán y muchos otros. ¿Será que como país podemos elegir un gobierno capaz de sacarnos de ese hueco? Claramente, tenemos muchos problemas que solucionar como país para lograr aumentar la generación de riqueza, pero es obvio que con el camino que ha elegido el presidente Petro no vamos en la dirección correcta.

La estrategia de los países que han logrado salir de la trampa de los ingresos bajos ha tenido como único camino al desarrollo la inversión. La inversión no para dar subsidios ni para aumentar el tamaño del Estado, sino la inversión productiva. Esa inversión que debe generarse desde el sector privado, por naturaleza mucho más enfocado hacia la eficiencia económica y, por lo tanto, productiva. Lógicamente, para que los privados inviertan es necesario que el marco normativo y el entorno del país sea amigable.

De hecho, desde que la productividad en Colombia cayó 10 % en la década de los 90′s según el Fondo Monetario Internacional (FMI), se ha mantenido en esos niveles bajos. La única explicación posible a este decrépito indicador es que el marco regulatorio del Estado, inspirado en una constitución garantista, pero no orientada hacia el desarrollo, es que coincide curiosamente con la entrada en vigor de la nueva constitución.

El equipo político que nos puede sacar del marasmo de la pobreza y la desigualdad debe ser práctico. Tener el propósito de producir todo lo que podamos producir eficientemente desde la regulación. Si al fracking, si a la explotación de hidrocarburos, si a los latifundios agrícolas, si a la inversión extranjera con beneficios tributarios. Paralelamente, el Estado, en vez de pensar en COP 16, en pugnas callejeras entre los diferentes partidos y en cómo mantenerse en el poder, debiera trabajar en dar las condiciones a los empresarios para que sean exitosos. Así lo hicieron, entre otros, Japón, China, Corea y los tigres asiáticos.

Pero para iniciar a construir, inicialmente, debiéramos dejar de hablar de Pegasus, de Linda, de los escándalos de corrupción y más bien abrir un diálogo nacional, muy diferente al clientelista de Cristo, en el que se aborde el desarrollo como tema prioritario.