Sorprendentemente, el estamento gubernamental brasilero, representado por sus jueces, acaba de bloquear en su país la plataforma Twitter, cuyo nuevo nombre es X. Aquel que acceda a la plataforma se expone a una multa de nueve mil dólares, algo más de 36 millones de pesos de hoy.
La medida tomada de manera unánime por la Corte Suprema del Brasil no es única. Alrededor del mundo sucede algo similar. En Inglaterra, los jueces condenaron a prisión a usuarios de redes sociales por emitir mensajes en línea durante los recientes disturbios, En Francia, los fiscales le prohibieron al gerente de Telegram salir del país mientras investigan el uso y funcionamiento de la plataforma de mensajería. En Estados Unidos hay planes para prohibir TikTok, la aplicación de videos cortos de propiedad china. En Venezuela, Maduro acaba de anunciar públicamente que expropia Twitter de su teléfono. Mientras los políticos de turno toman medidas drásticas para controlar el discurso de sus ciudadanos y la libertad de expresión, cada vez menos voces se manifiestan en pro de ella.
Esta renovada censura no tiene nada que ver con proteger el bienestar de los ciudadanos. Está motivada principalmente porque, como en Brasil, los funcionarios públicos de turno se sienten amenazados por lo que piensa y dice la gente de a pie, por la transparencia a la cual exponen las redes sociales, su gestión y su actuar.
En Colombia, la posición del gobierno ha sido diametralmente opuesta. A imagen de Venezuela, donde el régimen ha atacado la prensa tradicional que denuncia día a día sus falencias de carácter, sus decisiones antipatrióticas y sus escándalos de corrupción, el presidente Petro ha tomado el camino de “democratizar” el estado de opinión por medio de las redes sociales. Ha decidido no pelear con ellas, sino intentar tomárselas por medio de “opinadores” descaradamente fondeados por el Estado, con el fin de hacerle contraposición a los medios tradicionales.
La posición del gobierno actual es inmoral desde diferentes aspectos. Primero, los opinadores de redes sociales carecen de institucionalidad, garantía de una postura sopesada. Son como hacer negocios con una contraparte que no tiene patrimonio, que no tiene carne en el asador, que perder en caso de que no se porte a la altura. Los medios tradicionales responden por su trabajo con una organización que, en el caso de incurrir en posiciones sectarias o insensatas, pagan con su patrimonio, al ver disminuidas sus audiencias y sus ingresos. Ese costo no existe para los influenciadores pagos, que perciben ingreso del gobierno, independientemente de las irresponsabilidades que cometan.
Segundo, es antiético utilizar recursos de la Nación, que le pertenecen a todos los colombianos, para fondear a estos activistas que representan la voz de un gobierno que tiene alrededor del 30% de popularidad. Eso se llama utilizar fondos públicos para beneficio propio, lo cual es un delito.
Independientemente de los excesos en los que ha incurrido el Pacto Histórico en sus acusaciones a la prensa tradicional, donde del presidente para abajo insultan a prácticamente a diario a todos los periodistas que no se alinean al cien por ciento a su visión, es un hecho que en todos los gobiernos el rol de la prensa es incómodo para la clase política. En Brasil, Estados Unidos, Alemania y Francia la opinión que incomoda a los gobiernos es aquella del ciudadano desprevenido que lanza su opinión sin tener que respaldarla, sin castigo alguno por los excesos: el opinador radical de Twitter o el activista de TikTok.
La diferencia en Cuba, Nicaragua, Colombia y Venezuela es que el gobierno se va en contra de la prensa profesional, en cuyos equipos columnistas y periodistas tienen libertad de pensamiento independiente de los dueños del medio y donde lo que incomoda son opiniones que surgen de una organización donde hay pesos y contrapesos, periodistas que como profesión ejercen su oficio y donde la sensatez es parte de la cultura.
Curiosamente lo que identifica estos regímenes también es la omnipresencia de un líder lleno de si mismo, poco abierto a las críticas de terceros y para quien las zonas grises son regla general en su comportamiento: líderes que no escuchan y mucho menos a quienes tienen reservas con su manera de gobernar.
Aclaración: el columnista fue presidente de la junta directiva de Vanguardia, un medio tradicional.