No podemos normalizar lo que está sucediendo con la inseguridad en Bogotá, tal como ya nos resignamos a los trancones o a los colados en TransMilenio. Lo que pasa es gravísimo, pues estamos en medio de una guerra delincuencial sin precedentes que sube en barbarie y horror ante nuestros ojos.
La imagen de los cuerpos desmembrados en bolsas reduce la humanidad de los ciudadanos de Bogotá a basura, un mensaje terrible que simboliza lo que vale la vida para estas organizaciones delincuenciales que tienen postrada a toda una ciudad.
Para dimensionar lo anterior, pensemos que cerca de la mitad de los homicidios registrados durante el primer semestre en Bogotá obedecen a sicariato, un hecho que revive los peores fantasmas de la época de Pablo Escobar y la guerra total contra el narco, y que además demuestra que las bandas delincuenciales no sienten temor alguno de operar en las narices de todos.
¿Cómo llegamos a este punto? No hay que incurrir en obviedades para explicarlo, cuando tenemos tantas fallas institucionales en materia de seguridad de las que poco se habla.
Por ejemplo, la Política de Seguridad, Convivencia y Justicia de Bogotá data del año 2011, es decir, tiene más de una década encima y no se ha actualizado para enfrentar retos de seguridad como los provocados por la oleada migratoria o la pandemia.
Dicho de otra forma, el marco rector de la seguridad en la capital se quedó corto, es obsoleto, no se modernizó y se revela incapaz para afrontar el crimen trasnacional, tácticas de delitos en el transporte público, nuevos actores delincuenciales y otras perlas. Mientras los delincuentes se han fortalecido hasta hacernos la ciudad del sicariato, aquí las autoridades siguen operando bajo un modelo pensado en el año 2011. ¿No resulta evidente que Bogotá debe actualizar con urgencia su Política de Seguridad, Convivencia y Justicia?
Hay otro punto, repetido, hasta hacerlo lugar común, pero que no podemos dejar de señalar.
En una entrevista de noviembre del 2015, el entonces alcalde Gustavo Petro pidió al gobierno Santos un incremento urgente en el pie de fuerza de la policía para la ciudad. Además, solicitó al Fondo de Vigilancia el presupuesto para formar a 5.000 nuevos uniformados.
Ese es el número mágico, pues Bogotá tiene un eterno déficit de por lo menos 5.000 policías. Una cantidad de efectivos que hoy necesitamos más que nunca.
Pero las perspectivas no son nada halagadoras: para el año 2016, Bogotá contaba con 17.497 uniformados, mientras que para el año 2021 dicha cifra se ubicaba en 18.961. Fue un incremento leve, casi virtual, teniendo en cuenta que la ciudad pide a gritos no solo un número mayor de efectivos para hacer control territorial, sino también más herramientas, inteligencia y decisión política para desarticular organizaciones criminales.
Necesitamos crecer en número, pero también en calidad y ambas cosas se logran a través del fortalecimiento de la Policía Nacional como institución. Más lo que vemos desde el discurso histórico del presidente Petro es una discordia constante hacia la institución, lo que se traduce en términos prácticos en una moral mucho más baja por parte de los uniformados, menos recursos y debilitamiento operativo, como el que ya está sufriendo el Esmad.
Dicho esto, las perspectivas de mejora para la seguridad en Bogotá son escasas y no atienden al contexto de bolsas de basura con cuerpos desmembrados que ahora sufrimos.
Presidente Petro: cúmplale a la seguridad en Bogotá, una ciudad a la que usted le va a sacar una importante tajada en la reforma tributaria, es decir, una ciudadanía que hará un esfuerzo superior al del resto del país con el bolsillo que le quede luego de sufrir el embate de la delincuencia; una ciudad de la que usted conoce los problemas de seguridad, el déficit de pie de fuerza, los retos frente a las bandas criminales y guerrillas urbanas. Bogotá todo lo padece y todo lo soporta, pero la delincuencia ya está al nivel del terrorismo. ¡Y nosotros estamos ya cansados del terror!