Así está Colombia, ad portas de que se apruebe el acto legislativo con el cual se pretende aumentar las transferencias del presupuesto nacional a los entes territoriales mediante la transformación constitucional del Sistema General de Participaciones: recibiendo promesas de borrachos.

Sea la desmemoria, la ignorancia o el voluntario deseo de olvidar, la clase política en el Congreso y los especialistas en la materia fiscal y constitucional no han querido contarle a la nación que el propósito altruista plasmado en la original Constitución Política de 1991 ya había llevado al país y a los entes territoriales al desastre.

Cuando se incorporaron los principios de descentralización política y administrativa en la Constituyente del 91 se plasmó el traslado de recursos del nivel central y competencias a los gobernantes locales a través del situado fiscal. Se pretendía que no se trasladaran competencias sin financiación, se priorizaba el traslado de competencias en educación preescolar, primaria, secundaria y media, y la salud y otras competencias asociadas a la satisfacción de necesidades básicas insatisfechas en el área de saneamiento básico. Contra más pobre el municipio, debía proporcionalmente recibir más participación.

Adicional a población total, se suponía que aplicarían otros criterios formativos para la distribución: la eficiencia fiscal y administrativa y el progreso demostrado en calidad de vida condicionarían el aumento de las transferencias al éxito de los gobiernos locales en la gestión de las mismas.

Por otra parte, la premisa, dijeron los políticos de entonces, era que la burocracia y los recursos ligados a las competencias transferidas que existían en el nivel central se desmontaban o eliminaban.

Esa era la promesa original y la lógica razonable de la descentralización en el diseño constitucional.

Pero la clase política del país no cumplió ninguna de las dos.

Con el incremento de las transferencias, los alcaldes por elección popular y los gobernadores empezaron a pignorar sus vigencias futuras al sector bancario colombiano, que se frotaba las manos con la garantía soberana del presupuesto nacional. Vino una ola gigante de mal gasto de funcionamiento, proyectos fantasma, fraudes y desfalcos. La crisis financiera llevó a la quiebra a cientos de municipios e incluso departamentos y motivó la aprobación de la Ley 617 del 2000, la famosa ley de los semáforos, con la cual se pretendió modular de parte del MinHacienda la entrega de los recursos del situado fiscal al cumplimiento de criterios de saneamiento fiscal, organización de las finanzas y funcionamiento de las administraciones municipales.

Además de ello, en el marco de una crisis financiera y bancaria nacional e internacional, se debió frenar explícitamente el crecimiento de las transferencias a los entes territoriales mediante el acto legislativo 1 del 2001 y se reglamentó el Sistema General de Participaciones por medio de la Ley 715 de 2001.

Más de una década tomó el Congreso en poner orden en esta feria de recursos. Una década mayormente pérdida en términos de desarrollo local y atención de necesidades básicas insatisfechas, sobre todo en municipios de menos de 50.000 habitantes.

La premisa filosófica de que los habitantes en su municipio elegirían a sus mejores líderes fracasó estruendosamente. Reinó, y aún lo hace, la incompetencia, la politiquería y el abuso fiscal, y los malos manejos fueron la regla.

Fue allí en que, disfrazado, revivió el centralismo fiscal. MinHacienda tuvo, necesariamente, que imponer la disciplina condicionando el aumento, e incluso el traslado de las transferencias, a que los alcaldes pusieran la casa en orden. Muchos entes territoriales terminaron en procesos de insolvencia y duraron años en recuperarse.

Pero la otra promesa, la de reducir correlativamente la burocracia en el nivel central, tampoco fue cumplida por la politiquería. Cuando, pasado el fragor fundacional de la constituyente, el Congreso y los gobernantes de turno se veían confrontados por el principio de desmonte de las duplicidades funcionales entre el nivel central y el territorial, se hicieron todos los de la vista gorda. Reducir las corbatas, las nóminas paralelas, los jugosos cargos en el nivel central: ¡ni hablar!

Por ello, además de la crisis financiera que amenazaba quebrar al país, se redujo el ritmo de crecimiento de las transferencias. No era viable, entre otras cosas, la recuperación del orden público, después del desmadre propiciado por Gaviria y Samper, y al tiempo mantener el aumento de transferencias al ritmo previsto originalmente.

El escenario actual parece calcado del desastre de los noventa. Al ministro Cristo, los congresistas y las mafias políticas que controlan grandes departamentos, capitales y municipios, se les llena la boca de dignidad y reivindicación descentralizadora. Prometen que gastarán mejor el recurso aumentado en las regiones. El ponente de la iniciativa, el manchado Iván Name, incluso dirá que con la robadera a nivel central; es justo y necesario que haya más recurso para la robadera regional. Otros claman, algunos con gran cinismo, que no se puede repetir el bloqueo de recursos a las regiones protagonizado por el sectario Petro. Afirman, prometen, que gastarán bien y que la calidad de vida de sus gobernados ahora sí mejorará y que se reducirá la burocracia del nivel central con una ley que algún día vendrá.

Promesas de borrachos. Borrachos de recursos que nadie controla y que se pierden y malgastan sin vergüenza. Borrachos que además podrán seguir mamándole gallo al fortalecimiento de los impuestos locales.