Vía debates, redes y medios, la actual campaña presidencial parece más un reinado de belleza que el gran evento que debería ser, crucial y definitivo para el presente y el futuro de Colombia. Transita por un inquietante tramo de trivialización donde todo se reduce a quién lució mejor, quién tuvo la ocurrencia más celebrada, el mensaje viral, o el desplante más audaz.  El poco tiempo que falta para las elecciones de mayo es una eternidad en Colombia. Basta ver cómo se transformó en los últimos días la agenda colectiva con temas como Santrich, la fuga de El Paisa o la renuncia de Iván Márquez a su curul para regresar a sus antiguos corredores de escape en Caquetá.  No hay mensajes cifrados en cuanto a Farc y narcotráfico y a que el acuerdo de paz está en barrena. Pero además tenemos las fronteras encendidas –Catatumbo, Nariño-, más de un millón de refugiados venezolanos que desbarajustan presupuestos y realidades en nuestro territorio, el gobierno asediado por nuevos escándalos de ineficiencia, inseguridad y corrupción. Avanza una dinámica compleja y peligrosa en extremo, en un ambiente ya enrarecido por las pasiones de la polarización.Con sus metodologías insulsas y sus conversaciones altisonantes, los debates se limitan a la formulación de acciones medianas y pequeñas para atender temas de coyuntura, mensajes para mover emociones, no para cambiar y mejorar la vida de los colombianos. En uno de los momentos más críticos y difíciles de la historia reciente, ningún candidato propone un proyecto serio y de largo plazo para reorganizar el país: cómo construir los consensos para superar la polarización, para activar la economía, recuperar la seguridad, erradicar la corrupción del gobierno, la justicia y la política, entre otros temas fundamentales. Aunque a medida que se acerca la fecha de las elecciones crece la posibilidad de que las encuestas sean más acertadas, no es sensato ni aconsejable creer ciegamente en sus resultados (hace 8 años por estas fechas Mockus doblaba a Santos y esa ilusión naufragó en las urnas). Las de la última semana ratifican el predominio de Duque y Petro y la desintegración simultánea de los apoyos a Fajardo y Vargas Lleras.  Además de que Petro es, en esta etapa, el único candidato en ascenso, el dato clave que confirman las nuevas encuestas respecto de su causa es que su cantera electoral está en los litorales Atlántico y Pacífico, la Colombia abandonada, la que concentra los peores índices de atraso, de pobreza y de miseria. La más agobiada por el clientelismo, la corrupción, la violencia, el crimen y el mal gobierno. La de quienes enfrentan las mayores dificultades para subsistir, gente rebelde, sin filiaciones, afectos, ni gratitudes por su entorno ni por los gobiernos.Sagaz, incisivo, con la mezcla potente de ingenio, audacia, creatividad y el verbo fluido y envolvente que lo caracterizan, Petro está jugado en la meta de ser el candidato del pueblo raso. De la nada pretende asumir las banderas de Jorge Eliécer Gaitán, de López Pumarejo y de Álvaro Gómez en cuyo legado resulta imposible encajar propuestas como convertir las cárceles en centros del Sena, encargar a Ecopetrol del impulso y desarrollo de las energías renovables , pasar de la economía del petróleo a la de los aguacates, agua potable en todo el país, educación gratis para todos los jóvenes en la universidad pública, energía eléctrica con paneles solares o devolver el IVA a las personas que están por debajo de la línea de pobreza.  Cuando se pone en “modo serio” habla de reindustrialización, desarrollo científico y tecnológico, diversificación de las exportaciones, emprendimiento con énfasis en pequeñas y medianas empresas, fortalecer la agricultura y el turismo, tecnologías limpias en el transporte, gestión integral de residuos sólidos y líquidos, aumento hasta el final del gobierno a 7% del PIB del presupuesto de educación, ciencia, cultura, deporte y protección de la primera infancia… Enunciados llamativos y vistosos, como iluminados con neón, pero sin contenido ni sustancia, sin  plan, sin estrategia, sin explicar cómo lo haría ni con qué. Promesas de impacto, pero irrealizables ante la débil realidad fiscal en que el gobierno Santos entregará el país.Congruentes y coherentes, eso sí, con su estilo. Con el peronismo ruinoso con el que bajó en Bogotá las tarifas de TransMilenio y de servicios públicos, llenó las nóminas de las entidades distritales de contratistas afectos a su causa, colmó las arcas de los sindicatos, montó en el Acueducto una disparatada empresa recolectora de basuras, entre muchas otras iniciativas que costaron miles de millones de pesos a la ciudad.Petro demostró como alcalde que es tan bueno para proponer como deficiente para ejecutar. Lo certifica el sinnúmero de planes y de obras que prometió y nunca hizo: 1.000 jardines infantiles, 100 nuevos colegios, 70.000 Viviendas de Interés Prioritario (VIP), 13 parques metropolitanos, Transmilenio por la Avenida Boyacá, tranvía por la Carrera Séptima, los primeros 5 kilómetros del Metro, etc, etc.Si se llegara a convertir en Gustavo II para hacer en el país una administración como la que hizo en Bogotá –sin orden, sin rigor, sin responsabilidad-, las expectativas no pueden ser buenas. Que con su fórmula de demagogia y populismo represente una opción robusta para ser presidente, es un drástico llamado de atención a los demás partidos y dirigentes acerca de lo mal que han hecho su trabajo en el Estado y en el gobierno y del timonazo profundo que necesita el país. Pero además, que por encima de sus claras debilidades como mandatario y como líder Petro sea ahora el vocero de los sueños y de los intereses de muchos de los pobres más pobres de Colombia, es extremadamente grave, sobre todo para ellos mismos.